Siempre son insuficientes y precarios los números y las conquistas para medir la dimensión de un monstruo del fútbol como Alfredo Di Stéfano. El encarnó, precisamente, la génesis del jugador total que después alumbró Johan Cruyff en Ajax y Holanda 74. Pero fue Alfredo el gran precursor. Y el gran estratega.

No se lo puede medir en números a Alfredo Di Stéfano. Ni en los goles que hizo. Ni en los títulos que ganó. Ni en los partidos que jugó. Esa medida es inútil. Escasa. Precaria. Insuficiente. Ofensiva. A Di Stéfano, al igual que todos los gigantes que caminan por la vida dejando algo mucho más sustancial y emotivo que cifras, récords, trofeos y cosas más o menos perdurables, hay que valorarlo y recordarlo a partir de la belleza que supo irradiar. Y la belleza, en este caso futbolística, nunca se logra transmitir desde el rigor estadístico que imponen los números. Porque son arbitrarios. Hasta decadentes.

   Di Stéfano trascendió largamente esos valores. Y esas páginas llenas de datos fríos que cuentan lo que hizo en River, en Millonarios de Colombia y en el Real Madrid. El siempre lo supo. Por eso nunca sacó credenciales para demostrar que su carrera estaba saturada de victorias y golazos trascendentes. Prefería hablar de fútbol. Del juego. Y de los jugadores que enfrentó, que veía y que imaginaba.

   Si el holandés Johan Cruyff se consagró en la década del 70 como una expresión extraordinaria del jugador total, Di Stéfano fue, precisamente, la génesis más brillante del jugador total. Si Cruyff se inspiró o no en Di Stéfano para interpretar los grandes misterios del fútbol, solo él lo sabe. Pero de lo que no quedan dudas es que Di Stéfano fue el primero que advirtió que un campo de juego de 105 metros de largo por 70 de ancho le permitía jugar en toda la cancha. Y romperla en toda la cancha.

   Y así jugó. En todos los sectores. Con la misma entrega. Con la misma inteligencia. Y con la misma lectura y panorama para hacer lo que la jugada demandaba que había que hacer. Es cierto, lo distinguía una velocidad que para trazar un parámetro podría compararse hoy con la que ostenta el holandés Robben. Pero a esa quinta velocidad , Di Stéfano le sumaba una inteligencia suprema para coordinar todos los movimientos. Los más finos. Los más precisos. Los más ricos. Los más efectivos. Y los que reivindica la memoria colectiva como la excelencia insuperable.

   En ese exilio voluntario de Madrid donde decidió refugiarse desde que partió de Buenos Aires hace bastante más de medio siglo, el hombre que nunca perdió el perfume de la Argentina, ofreció lo mejor que puede ofrecer alguien apasionado por el fútbol: su amor por la pelota. Y sus broncas siempre pasajeras.

   No se perdonaba ninguna tibieza, Alfredo. Ni cuando jugaba ni cuando dirigía. Incluso en su rol de técnico se prendía en los picados y no daba margen para ser un protagonista ocioso del partido. Así lo recuerdan varios ex futbolistas de Boca cuando los condujo en aquel recordado equipo campeón del Torneo Nacional de 1969.

   "Nos pegaba un baile bárbaro. Con más de 40 años, jugaba en cada entrenamiento como si fuera la final del mundo y hasta que su equipo no iba ganando, no terminaba la practica", afirmó hace un tiempo Silvio Marzolini. El recuerdo no es antojadizo. Intenta reflejar el espíritu amateur de Di Stéfano. Y su vínculo indestructible con el fútbol.     

   La historia dirá que Alfredo murió el 7 de julio de 2014. Que tenía 88 años. Y que dejó un testimonio inabarcable. El hombre que se adelantó a la versión del jugador total, aprendió esa totalidad jugando en el asfalto de las callecitas de Buenos Aires.

   Después, iluminó al mundo. Y esa luz que él encendió nunca se va a apagar.

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