Sin ambigüedades ni tibiezas, el entrenador de Tigre abordó con claridad ciertas confusiones que circulan por el ambiente del fútbol argentino,  demandante de complejidades inútiles y de exhibicionismos que se instalan como fotos superadoras

Hace cinco meses, en el programa de radio Jogo Bonito, Néstor Gorosito, sostenía: “No necesito tener un drone para darme cuenta que le ganan la espalda al cuatro. Algunos lo hacen porque sin estos métodos no hubieran dirigido nunca”.

Esta semana, en una entrevista en Infobae, Pipo Gorosito subió la apuesta: “Acá uno porque fue a ver a Klopp (técnico del Liverpool de la liga inglesa) se cree entrenador; yo fui a ver a Andrea Bocelli y no tengo idea de como cantar. Por eso cuando ganan van bien, pero cuando pierden se les viene un quilombo de novela dentro de los grupos. Es fácil. Hay que ir y preguntarles a los jugadores como se manejan (se refiere a los técnicos) cuando ganan y cuando pierden”.

Y agrega como para que no queden dudas respecto a quienes está enfocando: “Hay una generación nueva, que la mayoría no jugó a la pelota, que se creen que ganan ellos. Entonces hoy juegan con tres atrás, mañana con cuatro y pasado con cinco. Quieren mostrar que hacen algo diferente”.

La mirada de Gorosito es implacable, certera y demoledora. Pero lo más importante es que su lectura es muy convincente. No son pocos los entrenadores en actividad que se ponen por encima de los jugadores. ¿Quiénes? Muchos. Cada vez son más. Aunque no lo proclamen en público, creen que un partido se define en una pantallita digital más o menos sofisticada.

El ambiente del fútbol también les pide y les exige abundancia de recursos tecnológicos como escenarios de superación profesional. Los jugadores, rehenes de un sistema que privilegia el consumo y el exhibicionismo, no están ajenos al show de los drones, los GPS y los métodos que revelan a las capas más superficiales del fútbol.

Por otra parte, es cierto que el mundo del fútbol tuvo estupendos entrenadores que no fueron jugadores. Como el italiano Arrigo Sacchi, constructor de aquel Milan fantástico y arrasador que en la década del 80 contó con las presencias de Baresi, Maldini y los holandeses Rijkaard, Van Basten y Gullit.

El brasileño Carlos Alberto Parreira, por citar otro caso, nunca jugó al fútbol y dirigió a Brasil en su consagración como campeón del mundo en Estados Unidos 94, cuando Romario formó junto a Bebeto una dupla letal. El portugués José Mourinho tampoco jugó al fútbol y desarrolló como técnico una carrera con altos picos de eficacia. El argentino Jorge Sampaoli trascendió como entrenador a pesar de haber tenido un discretísimo paso por el fútbol actuando hasta los 19 años (cuando abandonó luego de sufrir una fractura de tibia y peroné) en clubes amateur de Casilda.

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Hay otros ejemplos en esa dirección, pero no dejan de ser excepciones. Son contados con los dedos de una mano los técnicos influyentes que no jugaron al fútbol. Y esas experiencias no vividas suelen ser irreemplazables en momentos de adversidad, como los que está viviendo Sebastian Beccacece en Independiente, sobreactuando una autoridad que no se conquista dejando trascender lo que sucedió en un vestuario y suspendiendo a Pablo Pérez durante dos encuentros como si fuera un alumno de una escuela secundaria.

Beccacece y Ariel Holan, aún sin que los haya nombrado Gorosito de manera directa, por supuesto integran la lista de los entrenadores despojados de experiencias personales a la hora de jugar al fútbol. Y esta desventaja inicial de ninguna manera es menor. Pesa. Está ahí a la vista de todos. También de los jugadores. Y cuando la mano viene torcida, hasta los dirigentes la consideran en el marco de las sumas y restas que todos en distintas circunstancias realizamos.

Las desventajas confluyen en un punto central: les falta fútbol. Les falta vestuario. Les falta contexto. Porque el microciima de un vestuario no es el mismo microclima de una oficina, de una redacción de periodistas o de un buffet de abogados. Todos los microclimas son distintos. No mejores o peores: distintos. Y como son distintos demandan respuestas distintas.

Lo que hizo Beccacece con Pérez delata que al técnico se le fue de las manos la situación. Como a Holan se le fue de las manos la relación de conflicto personal que mantuvo con Emmanuel Gigliotti, empujándolo a que se fuera de Independiente. Alguien podría sostener que un jugador de fútbol devenido en técnico como Eduardo Coudet también quedó mal parado en el episodio que terminó con la despedida de Racing de Ricardo Centurión.

Es verdad. Coudet mostró que estuvo a la altura de un principiante inexperto para intentar resolver un caso particular. Como si le faltara fútbol. Pero Coudet no expresa una totalidad. Expresa su caso. Como el de Guillermo Barros Schelotto con Daniel Osvaldo.

El conocimiento no se transfiere. Se adquiere. O no. Aquellos que estuvieron lejos del fútbol aunque hayan pateado una pelota en un potrero, en la casa o en la calle, están en inferioridad de condiciones para ejercer como técnicos. Y más aún si pretenden ubicarse por encima de los jugadores, sin tener atrás ninguna historia valiosa que los respalde y reivindique.

Gorosito tiene argumentos para confirmar su lectura. No alcanza con tener una selfie con Pep Guardiola (como se la sacó Holan hace unos días) o con Jürgen Kloop para exhibir un camino. Como tampoco alcanza con ser una especie de nerd del fútbol para entender de fútbol.

¿Quiénes entienden de fútbol y de vestuarios, entonces? En primer lugar, los que poseen una intuición inteligente y no sobreactúan. Y los que no tienen necesidad de acudir full time a una netbook para explicar un cambio, un movimiento o una jugada. Los tecnócratas miran al fútbol con ojos de tecnócratas. El juego del fútbol, por suerte, es otra cosa.

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