La crudeza de Pelé para criticar a Messi, Maradona y a los grandes jugadores sudamericanos, se estrella con su obediencia y sumisión para enfrentar al establishment del fútbol y de las corporaciones. En las canchas, fue un dios. Afuera, un hombre muy complaciente y sumiso con los espacios de poder.
   "Messi no conecta en la Selección". La frase podría pasar desapercibida. Pero si esa frase la pronuncia Pelé ya tiene otro contenido, otra lectura y otra influencia. Más allá de sus grandezas futbolísticas inobjetables, Pelé se ha destacado por ser un declarante políticamente correcto para con los espacios de poder y las corporaciones y a la vez un chicanero profesional de vasta trayectoria y experiencia.

   ¿Qué impulsa a Pelé a tirarle erráticamente barro a Maradona, bajarle la caña a Messi  y no poner a Argentina como candidato a ganar la Copa del Mundo en Brasil? No es otra cosa que una pátina de revanchismo y resentimiento. Incluso con las figuras que alumbraron a Brasil en las últimas décadas. Por citar dos casos: a Romario (clave para que el scracht conquiste la Copa en Estados Unidos 94) y Ronaldo (decisivo en Japón y Corea 2002) les regaló más cuestionamientos que aprobaciones. Neymar, la estrella actual de Brasil, también padece criticas ofensivas de Pelé vertidas en medios europeos.

   Porque Pelé no dice lo mismo adentro que afuera de Brasil. Sabe fragmentarse. Y sabe cambiar las barajas sobre la marcha con aprobado oportunismo, según los interlocutores que lo entrevistan. Este moreno de 73 años que convirtió 1280 goles en 1382 partidos oficiales funciona como una marca, un registro de poder, una calificación, un método, una ciencia, un color, una estética, un homenaje, un latido, un producto, un tributo, una ideología, una elección, una estrategia, un modelo, una bandera.

   La realidad de todos los días es que Pelé siempre parece estar con todos y en verdad no está con nadie. Salvo con el marketing. Allí no duda ni cuestiona. Obedece. Y obedece tanto, que en su tierra y con los suyos, sus hermanos de color históricamente le reclamaron su ausencia de los escenarios donde se reivindicaba el black power, la igualdad social, la muerte fulminante de la discriminación y el revisionismo de las causas perdidas. Pero la bandera del poder negro nunca comulgó con la búsquedas pragmáticas y conservadoras de Pelé. Quizás por eso en los suburbios más vulnerables de Brasil la idolatría por  el genial Mané Garrincha supera a la de Pelé, considerado poco menos que un mercantilista de la palabra.

   El compromiso de Pelé siempre se orientó a tejer alianzas con el establishment y no a ser un emblema de los pobres corazones. Esa fue su deuda. Su principal deuda. Salió del fango y no quiso volver nunca al fango a restaurar las heridas de los eternos desangelados. En ese terreno en el que no hay más de dos opciones, él eligió la comodidad y la coincidencia con las minorías privilegiadas, cuando siempre fue identificado como un paradigma deportivo de las mayorías.

   En las canchas, durante dos décadas no paró de ganar. Fuera de ellas, obtuvo poder y perdió reconocimiento ideológico. No le importó. Por lo menos hasta hace unos años. Tentado por la política, hizo política a su modo, desde un concepto estrictamente reaccionario. Recién a finales de los 90 comenzó a ejercer el derecho a la autocrítica, desnudó su arrepentimiento por haber sido un elemento propagandístico de la dictadura de los militares brasileños durante las décadas del 60 y 70 y se mostró como un hombre superado por ciertos sucesos del pasado.

   Es cierto, sin su presencia, el fútbol sería menos fútbol. Porque diseñó el juego por encima del juego. Siempre en la cumbre. Siempre en la gloria. Capaz de reinventarse  como lo hizo en México 70 después de la cacería a la que fue sometido en el Mundial de Inglaterra, en el 66.

   Antes y después, preocupado por ofrecer la imagen de un ser humano virtuoso, carismático y ejemplar, Pelé se esforzó más en cumplir a rajatablas con las reglas del sistema que por dejarse guiar por su instinto, su color de piel y su origen. Ese instinto de duende indomable que denunció cada vez que pisó una cancha. Allí, fue un dios. Afuera, un hombre  complaciente y sumiso con los poderosos.

   El símbolo, a pesar de todo permanece inalterable. La marca Pelé sigue viva. Su verbo también. Por eso suelen asaltarlo sus contradicciones. Hoy reivindica lo que mañana ataca. Ayer con Maradona. Hoy con Messi. O con Neymar.

   En eso no cambió. Ni va a cambiar.      
   

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