No descubrió nada que no se sepa Lautaro Acosta en sus declaraciones posteriores al 2-2 de Temperley ante Lanús del pasado sábado. No descubrió nada que no se sepa pero cosechó palabras de desaprobación de la aldea futbolística que pretende ser más papista que el Papa.
Dijo Acosta mientras era entrevistado en el campo de juego después del partido en que el árbitro Facundo Tello sancionó un penal inventado a favor de Temperley que le permitió empatar sobre el cierre del encuentro: “Los árbitros son un desastre. No pueden unificar criterios y nos siguen perjudicando. Más vale que el próximo que venga a Lanús se ponga las pilas y tenga en cuenta que no nos pueden perjudicar más. Si el problema es político o de la AFA, que se haga cargo el que se tenga que hacer cargo. La AFA o quién sea”.
El “desastre” arbitral que invocó Acosta no comprende solo el perfil del presente. Es una tendencia que se viene profundizando desde hace varios años. Y que ahora se expresa con una potencia inocultable. No son pequeños errores los que cometen los árbitros fecha tras fecha.
Delatan los árbitros una notable falta de formación. De concepto. De interpretación. De contenido. Y como si fuera poco parecen estar atrapados por el miedo a errar. Ese miedo los toma de rehén y los expone. Por eso no conducen los partidos. Los aguantan. Los sacan. Y los sacan mal. Porque se equivocan demasiado. Y hasta más de uno parece querer quedar bien parado frente al poder de turno.
Acosta no exageró en su crítica. Para nada. Dijo en definitiva lo que se ve. Si él como jugador suele disimular infracciones, ventajear, llorar, teatralizar acciones de juego, pedir tarjetas amarillas y rojas para los rivales o dejarse llevar por ciertos arrebatos dialécticos, no significa que su duro enfoque sobre los árbitros haya estado contaminado por la sinrazón.
Es tal cual lo manifestó Acosta: son un desastre los árbitros. Un desastre completamente fuera de control. Que Horacio Elizondo y Angel Sánchez estén intentando desde una función académica bajar determinada línea de conducción para conseguir mejores resultados, no tiene ninguna replica efectiva en el mundo siempre sinuoso de los árbitros.
Ni Néstor Pitana (designado para Rusia 2018, como ya lo fue para Brasil 2014), Patricio Loustau ni Germán Delfino, por citar a los jueces más representativos del fútbol argentino, logran dar muestras importantes de su aptitud profesional. Como si todos estuvieran encerrados en un laberinto asfixiante. Como si la designación de cualquier árbitro en cualquier partido diera exactamente lo mismo. Como si no cambiara nada, más allá de los nombres propios. Y la realidad es que terminó uniformándose la mediocridad. Y en varios casos se perforó la mediocridad hacia niveles inferiores.
Porque no son homogéneos en sus conductas profesionales. Ni tampoco denuncian solidaridades efectivas cuando un compañero cae en desgracia.
La tarea específica que hacen la vienen haciendo mal convirtiéndose en protagonistas no deseados de los partidos. El discurso que enarbolan es siempre el mismo. Es un discurso acrítico de transferencia de responsabilidades. Cuando Acosta mencionó que “no unifican criterios”, esa demanda es básica. No unifican criterios ni dentro ni fuera de las áreas porque fueron formateados en la escuela de la interpretación. El problema central es que son pésimos interpretadores. Por eso lo que sancionan hoy, mañana en una jugada idéntica sancionan otra cosa. Los abruma el contexto. Los abraza la incoherencia.
Así dirigen. Como los supo definir Acosta en la tarde del último sábado.