Dicen aquellos que lo frecuentaron y que lo frecuentan que Jorge Sampaoli vive a partir de las emociones fuertes. Que no necesariamente pasa por cultivar los deportes de alto riesgo. O por ser un border colonizado por el universo mediático. Las emociones fuertes también pueden enfocarse en capturar sensibilidades (no efectistas ni lacrimógenas) desde la palabra escrita, desde la música, el cine y la literatura o a favor de intentar entender porque ocurre lo que ocurre en el fútbol y fuera de las fronteras del fútbol.
Dicen esos mismos que lo frecuentaron y lo frecuentan que el hombre que nació hace 57 años en Casilda vive sujeto a las pasiones. Que es un hombre de pasiones. Lo que no significa que sea un hombre alejado de las reflexiones y que lo convierte en un tipo particular. Este protagonista que tuvo el sueño imposible de algún día dirigir a la Selección nacional, hoy la está conduciendo.
¿Qué puede garantizar Sampaoli al frente de la Selección en la cuenta regresiva al partido de este jueves en el Centenario frente a Uruguay por las Eliminatorias? Nada. Ningún entrenador por más capaz que sea ejerciendo su función puede garantizar algo muy específico. Menos aún resultados favorables.
Se preparó Sampaoli para transmitir algo que lo distinguiera. Para generar la adhesión del que tiene enfrente. El fútbol también se nutre de eso. De las adhesiones compartidas. De las ilusiones compartidas. Del espacio compartido. De la victoria idealizada. Esos microclimas no forzados permiten que se expresen las mejores respuestas. Que no siempre alcanzan para dar una vuelta olímpica.
Busca transitar por esos caminos y ver esos paisajes, Sampaoli. Porque no es un profesional consagrado al tacticismo. Porque aunque utiliza las plataformas tecnológicas disponibles para que los jugadores revisen determinadas acciones del juego, él en una charla en la que Jorge Valdano lo entrevistó para la televisión española supo plantear sus límites con pocas palabras: “Tanta tecnología atenta contra el talento”.
Haciendo una libre proyección, podría afirmarse que el talento de Sampaoli no es el talento estrictamente futbolístico. Es el talento para llegar al jugador. Para comprometerlo sin hacerle sentir que está comprometido. Para acercarle la posibilidad de integrar un grupo con aspiraciones de quedar en la historia.
El fenómeno cultural de masas que es el fútbol siempre precisó de un componente épico para cerrar las heridas que las derrotas siempre dejan. Bastaría con repasar el partido interminable de Argentina ante Holanda en la final del Mundial 78. Fue épico el triunfo, dejando de lado el contexto ignominioso de la dictadura. Alcanzaría con repasar los flashes extraordinarios de Maradona en México 86. Y fue épica aquella consagración de Argentina.
No es que Sampaoli busca reeditar con minuciosidad de orfebre esas películas que atraviesan a la memoria colectiva de los argentinos. Porque cualquier partido es irrepetible. Y los jugadores y las jugadas son irrepetibles.
Podría ser acusado de frivolizar algunos contenidos históricos, Sampaoli. Como la frase del Che. O como otras frases de rockeros vernáculos que recorren su cuerpo. Pero lo que arroja cierta percepción subjetiva es que no parece ser su propósito convertirse en un afiche degradado del show.
La prueba inminente frente a Uruguay en el Centenario dejará ver algún testimonio del camino que emprendió Sampaoli. Sin garantías. Sin certezas. O con una sola: jugar sin miedo. El resultado después quedará para los pronosticadores.