Almirón apareció en 2013 en la primera división de Cerro Porteño. Desde entonces, se acomodó en el sector izquierdo de la cancha, una zona propicia para apostar por sus regates, su velocidad y su falta de vergüenza para encarar a los laterales más rudos. Los periodistas guaraníes tardaron pocos partidos en compararlo con el jugador rosarino. Y él, lejos de preocuparse, tomó la apuesta: armó una sociedad futbolística inolvidable con Óscar Romero, el enganche de Racing.
Almirón, cada vez que entra una cancha, sonríe. No se asusta. No importa qué cancha sea. Guillermo Barros Schelotto lo trajo a Lanús. Repitió la fórmula que dio éxito en Paraguay: pegado a la raya izquierda, como uno de los extremos de ataque. Sin embargo, no funcionó. La explosión de Almirón no aparecía. Fue otro Almirón —Jorge, el entrenador— el que lo reinventó. La invención fue posicional, no técnica: lo centró, le convirtió en un interior izquierdo
Desde entonces, todo cambió. Lanús encontró un jugador inolvidable. Y desde la zurda del paraguayo que jugará la Copa América bajo la dirección técnica de Ramón Díaz, construyó un equipo campeón. Un verdadero campeón.
Meses atrás, después de brillar contra Boca, Almirón habló con la revista El Gráfico. Contó varias cosas: que Enzo Francescoli es su ídolo y que sueña con jugar en River. Que aspira, en algún momento de su carrera, ponerse la banda roja. Y que el Monumental, la cancha donde consiguió su primer título en el fútbol argentino, donde se consagró como el mejor jugador del campeonato, sea su casa: el escenario donde esa sonrisa irrumpa todos los domingos.
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