¿Qué quedó de aquel goleador que parecía ser implacable y que el microclima del fútbol argentino clamaba para que formara parte de la Selección nacional como si encarnara la versión actualizada y rotunda de Gabriel Batistuta? ¿Qué quedó de aquel Darío Benedetto que metió a Boca con sus goles decisivos en la final de la Copa Libertadores del año pasado que ganó River en el recordadísimo 3-1 en Madrid?
Las distintas circunstancias y episodios del pasado y del presente que fueron acompañando a Benedetto durante su tránsito por Boca pusieron en foco el criterio extremista que naturaliza el ambiente, fluctuando entre la apología del fenómeno y el contraste del desastre. Y no es ni una cosa ni la otra.
Benedetto no era un animal del área inextinguible como lo fue Batistuta. Sus antecedentes no registran ese perfil de goleador irresistible que logra mantenerse en el tiempo con una perseverancia y eficacia notable. No lo era y no lo es. Y seguramente no lo será.
Es cierto, estuvo iluminado Benedetto antes y después de las graves lesiones que padeció actuando para Boca. Pero en su desesperación inocultable por conservar el protagonismo fue adquiriendo posturas, actitudes y conductas con los rivales, con la prensa y con los hinchas anónimos que lo terminaron mostrando casi como un pendenciero profesional caminando por la cornisa.
Esa búsqueda infructuosa del exhibicionismo vacío no resultó casual. Expresó la confusión que fue envolviendo a Benedetto en su fase más mediática y más vulgar. ¿Esto significa que su nivel decayó y despilfarró innumerables situaciones de gol por convertirse en un rehén de las provocaciones estúpidas e inútiles que manifestó? No necesariamente, pero nadie podría no contemplarlas como un síntoma evidente de su insatisfacción y desconcierto.
Quería distinguirse Benedetto. Estar en la primera fila, como quieren estar tantos en el fútbol y fuera de los límites específicos del fútbol. Interpretó que tenía que funcionar como una figura despojada de humildades y modestias. Y reveló en ese territorio de vanidades y egos mal resueltos, su peor cara, festejada por los aduladores de siempre que en la mala se borran y dejan todo en banda.
Se fue desconectando Benedetto. Desconectando de su labor central. De su hábitat central. Que es el fútbol. Que es Boca, hasta no se sabe cuándo, porque ya declaró que la caída ante Tigre en Córdoba pudo haber sido su último partido con la camiseta xeneize, alentando la posibilidad de otro destino.
El pulso de esa desconexión paulatina e invisible que lo fue invadiendo lo arrojó a ciertas confusiones a la hora de hablar y de jugar. Fue otro Benedetto el que empezó a redescubrir Boca. El que vio la gente común. El que se hizo el canchero con los adversarios como si fuese Johan Cruyff. El que sacó a relucir frente a hinchas que pretendían chicanearlo el poder del dinero que él ganaba como una medalla protectora que lo ubicaba en otro plano. Y en otra esfera social.
Y poco a poco se desperfiló. No hablamos de una reconversión maquiavélica y dramática. Hablamos de un jugador que no supo afrontar con la suficiente inteligencia práctica lo que demandaba esa abstracción virtuosa que es el sentido común. Que es hacer las cosas sin dejarse tentar por las ridiculeces.
Demasiada sobreactuación para salir airoso. Y demasiados enemigos cosechados en muy poco tiempo por declaraciones y gestos que buscaron, desde el efectismo, la aprobación del público boquense. En esa pendiente, Benedetto se deslizó ya sin la compañía de los goles y algunos o varios golazos que lo habían encumbrado.
El viaje, por ahora, finalizó. Ya no le regalan flores a Benedetto. Los medios dejaron de compararlo con los grandes artilleros de la historia. Y él no parece tener en claro que decisión va a tomar. Si seguir en Boca o irse. Esta duda quizás acompaña otras dudas. A los 29 años, Benedetto está esperando una señal para volver a empezar.
Lo que dilapidó, en definitiva, no fueron los goles que no conquistó. Fue la medida de su equilibrio. Y la factura que está pagando trasciende el valor simbólico de la moneda.