Hace unos años, Daniel Passarella habló de las virtudes que expresaba Angel Labruna a la hora de elegir jugadores para enriquecer planteles. Esta cualidad que no se enseña ni se ejercita, sino que se expresa con naturalidad, suele ser un faltante importante en varios técnicos con mayores o menores experiencias. Por citar tres casos notables, Holan, Gallardo y Barros Schelotto no tienen ese ojo del tigre que poseía Labruna.

Cuando ejercía en su primer ciclo como entrenador de River en los lejanos 90, a pesar de su aire siempre desconfiado, Daniel Passarella por aquellos días acostumbraba a conversar con cierta frecuencia con algunos periodistas.

En uno de esos encuentros que no estaban sometidos por las urgencias que imponen los compromisos, comentó con un registro de reconocimiento y admiración no disimulado: “Una de las grandes capacidades que yo veía en Angelito Labruna en los arranques de la temporada era saber elegir jugadores y saber armar los planteles. En eso era un verdadero fenómeno. Armar los planteles antes del comienzo de la competencia es clave y él no pifiaba nunca Sabía que clase de jugadores precisaba el equipo para que muy rápidamente se engancharan en el juego y en el ritmo que él quería”.

Las palabras de vieja data de ese extraordinario jugador (uno de los defensores más completos y desequilibrantes del fútbol mundial, solo superado por Franz Beckenbauer), buen técnico y pésimo presidente que fue Passarella, reflejan un perfil esencial para cualquier entrenador que se precie de ser intuitivo y autodidacta: conocer en profundidad el paño del fútbol para equivocarse lo menos posible a la hora de sugerir y pedir incorporaciones de jugadores para intentar enriquecer al plantel.

Esta asignatura futbolística que suele determinar rumbos contempla una demanda excluyente: tener lo que no se adquiere en ningún libro, seminario o claustro académico.

¿Qué es? Lectura completa e integral del juego y ojo clínico para capturar, sin grandilocuencias efectistas, la verdadera dimensión de cada jugador. La medida exacta de cada jugador. La calidad, en definitiva. O la ausencia de calidad.

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Labruna tenía, precisamente, esa virtud inequívoca que no se vende ni se alquila. Lo que por otra parte hoy es un faltante que no pocos técnicos del fútbol argentino adeudan. Entre ellos, Ariel Holan, Marcelo Gallardo y Guillermo Barros Schelotto, por citar algunos casos (no todos) de alta influencia mediática.

Lo que revelaba Labruna era el conocimiento fino y exhaustivo de cada jugador, lo que no significa que Holan, Gallardo y Barros Schelotto sean tres improvisados o tres mediocres. No lo son.

Pero ese plus indiscutible que acreditaba el Angel millonario para elevar su mirada y encontrar los mejores eslabones en todos los equipos que dirigió, más allá de su gran perfomance en River, no son precisamente patrimonio de Gallardo, Holan ni Barros Schelotto, ni de tantos otros técnicos valiosos de nuestro fútbol, demasiado falibles para elegir individualidades que se adapten sin grandes inconvenientes al plantel. Es cierto, han acertado con algunos protagonistas. Pero no se trata de acertar. Y con otros, que no son pocos casos, se equivocaron. La lista de las equivocaciones es muy extensa. Y muy conocida.

Esa riqueza conceptual y estratégica en la observación filosa para calibrar defectos, virtudes y las potencialidades efectivas de los jugadores, el establishment del fútbol a partir de sus agentes, representantes e intermediarios pretendió y hasta logró reemplazarlo con imágenes editadas que le acercan a cada entrenador. Y los dirigentes empaquetados por ignorancias de grueso calibre terminan comprando jugadores por esas imágenes seleccionadas que suelen producir confusión, entusiasmos muy veloces y también distintos grados de decepciones.

La realidad que no admite cuestionamientos más breves o más prolongados es que la mirada o el diagnóstico no se conquista si detrás no está desarrollado un perfil analítico que traspase la teoría y la superficialidad. Los diagnósticos del fútbol se van construyendo sin pausas. Y se construyen en los detalles esenciales que fija cada observador.

Por supuesto que es posible ser un buen técnico aun sin tener el ojo del tigre. Claro que aquel que lo tiene y lo expresa dispone de una ventaja indescontable. Porque sabe más que el resto. Porque tiene más cartas en la mano. Porque simplifica lo complejo. Y porque con absoluta naturalidad pone las cosas en su lugar. En el mejor lugar.

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