Al cumplirse cinco años de pontificado del Papa Francisco, junto con la celebración compartida por millones de creyentes de todo el mundo, debo expresar mi preocupación ante ciertas actitudes que se manifestaron en estos días con respecto al rol y la acción del Santo Padre.
Muchos argentinos parecen creer que, por tratarse de un compatriota, el actual Pontífice debiera tener como centro de sus inquietudes los acontecimientos de nuestro país y leen exclusivamente en esa clave sus actos, gestos y dichos.
Es una actitud doblemente preocupante. Ante todo, es de lamentar que en un pueblo que mayoritariamente dice profesar el catolicismo se olvide el rol trascendental, apostólico y ecuménico de quien fue elegido por intercesión del Espíritu Santo, como entendemos quienes somos creyentes, para ser vicario de Cristo en la Tierra.
No ver que este es el rol de Francisco es empequeñecer la figura y el papel de quien, como cabeza de la Iglesia, es guía espiritual y moral de más de 1.300 millones de fieles de todo el mundo.
Para quienes piensan "en chiquito", en cambio, todo parece reducirse a si ha de visitar o no nuestro país, o si tal o cual gesto o declaración debe entenderse a favor o en contra de tal o cual personaje o hecho de nuestra vida política. No es misión del Papa opinar o dar respuesta sobre si corresponde o no aumentar las tarifas de los servicios públicos en la Argentina, o cómo solucionar nuestra descontrolada inflación o el desmadrado déficit fiscal, o cómo poner en funcionamiento la producción o discutir en las paritarias.
Sin embargo, muchos parecen creer que es así. Y este es otro motivo para inquietarse, ya que implica esperar de una palabra iluminada por la Providencia, la solución milagrosa de los problemas que debemos resolver los argentinos, empezando por nuestra clase política y, en definitiva, por toda la ciudadanía.
Resulta lamentable que hayamos llegado a este grado de "pensamiento mágico", supersticioso y para nada religioso, en una Nación que supo dar dirigentes de la talla de Carlos Pellegrini, Roque Sáenz Peña, Hipólito Yrigoyen, Juan Domingo Perón, Arturo Frondizi o Raúl Alfonsín, por nombrar sólo a algunos de los que hicieron época.
Es igualmente de lamentar que haya quienes pretendan colgarse del hábito papal para su propios fines políticos o campañas, y otros que por no agradarles lo que dice el Pontífice consideran que ha sufrido una transformación ideológica, y hablan de un "Papa peronista", "socialista" o "neopopulista". En lo personal, recordemos que Jorge Bergoglio, hoy Francisco, en consonancia con su formación como jesuita, siempre tuvo como norte ser parte de las soluciones y no un factor adicional de conflictos.
Pero, sobre todo, desde su jerarquía apostólica, que es lo más relevante, viene realizando lo que han hecho todos los Papas, desde León XIII con la encíclica Rerum novarum, Juan XXIII con Mater et Magistra o Pablo VI con Populorum progressio, hasta Juan Pablo II con Laborem exercens, piezas centrales de la Doctrina Social de la Iglesia y su mensaje de amor al prójimo, solidaridad e inclusión, ante un sistema cuyos principales motores son el lucro, la ambición desmedida y el egoísmo.
Al analizar las declaraciones y los documentos del Papa, muchos periodistas y comentaristas, cierta intelectualidad y parte de la dirigencia política argentina, no toman en cuenta las profundas transformaciones del sistema capitalista. Desde sus orígenes y hasta entrado el siglo XX, se basó en la apropiación de parte de la riqueza generada por el trabajo, explotando a los asalariados. Ese era el contexto en que se dieron a conocer Rerum novarum y otras de las encíclicas mencionadas. Pero hace ya tiempo que, por influencia del desarrollo tecnológico, el capitalismo no centra su acumulación de riquezas en la explotación del trabajo, sino en el descarte de amplias franjas de la población. Como no se les piensa dar cabida, ni siquiera como el marginado "ejército industrial de reserva" de antaño, a esos millones de congéneres se les niega todo espacio, no se invierte en mejorar sus condiciones de vida ni en prepararlos, a través de la educación, para el futuro. Es la "cultura del descarte" denunciada por el Papa Francisco, como anteriormente Juan Pablo II supo condenar al "capitalismo salvaje" que fue su inicio histórico, y que hoy domina al mundo.
Un paradigma caracterizado con un marcado aumento del individualismo como actitud existencial, por la falta de solidaridad y de amor al prójimo, por el quiebre de los lazos comunitarios, tanto familiares como colectivos, y con ello un terrible deterioro del tejido social en todos sus aspectos.
Ante algunos análisis y comentarios sobre la prédica del Papa, a veces pienso que nos está faltando, colectivamente, suficiente inteligencia para comprender el enorme servicio que Francisco está prestando a la humanidad, al proponer un cambio de paradigma, una "cultura del cuidado": cuidado entre todos los seres humanos, como hermanos, en especial hacia los más vulnerables y "descartables"; cuidado hacia nuestra "casa común", nuestro tan vapuleado y degradado planeta. Francisco está actualizando la Doctrina Social de la Iglesia ante los cambiantes desafíos que el mundo le impone a la humanidad en su conjunto y, especialmente, a la prédica del Evangelio y la caridad cristiana.
En esencia, es lo mismo que, a su tiempo, hicieron sus predecesores y como seguramente harán en el futuro quienes lo sucedan en la Silla de San Pedro. Desde luego, al ser un hombre llegado a ese sitial desde "el confín del mundo", su visión desde la periferia, tanto geográfica como existencial, da a esa renovación doctrinaria acentos de particular interés, asimismo emparentados con la teología del Pueblo de Dios y la obra señera del Concilio Vaticano II. Así podemos interpretar el énfasis puesto en restablecer y estrechar la relación de la jerarquía con los más débiles, los de abajo, los que no figuran en ningún inventario, o su permanente recordatorio de que, como Madre, "la Iglesia es mujer".
Esta renovada labor apostólica, mostrando las crueles verdades de la sociedad actual, debe servir para que abramos los ojos a realidades muy duras que vivimos en la Argentina y el mundo, y a las que muchos gobernantes, dirigentes y formadores de opinión buscan ignorar, disfrazar u ocultar.
Sin duda, como ha ocurrido a lo largo de la historia, es una misión que no puede comulgar con los falsos profetas y sus seguidores, muchos de ellos envueltos hoy en la toga modernista, ni con los adoradores del "dios dinero", que no sabemos bien a quién sirven, pero que seguramente no están obrando a favor de los que "tienen olor a oveja", como los llama el Papa Francisco, es decir, los humildes, los pobres, los pequeños de los que habla el Evangelio.