Hace ya más de medio siglo, en 1960, el debate televisivo al final de la campaña para la elección presidencial de los EEUU decidió la contienda a favor de Kennedy en perjuicio de Nixon, quien parecía el candidato ganador. El primero ganó por sólo 200.000 votos, lo que es una diferencia muy chica dada la cantidad de votantes en dicho país. La imagen de Kennedy, más que su discurso, decidió la elección a su favor. Desde entonces, en forma gradual pero permanente, la televisión se fue transformando en el gran teatro de operaciones de la política y en particular de los procesos electorales, siendo los debates una parte importante de este proceso. Cuando mayor es la calidad democrática de un país, por lo general mayor es la importancia que tienen los debates, que por lo general, tienen alta audiencia.
No sólo en EEUU los debates entre candidatos presidenciales tienen gran interés para los votantes. También lo tienen entre precandidatos de un mismo partido en las primarias, y no sólo en EEUU, sino también en Alemania, el Reino Unido, Francia y España. En América Latina, cuando los ha habido también lo han tenido. En ello también influye la certidumbre o incertidumbre del proceso electoral. Si hay un ganador seguro, el interés baja; si en cambio la elección es competitiva, crece.
En la Argentina nunca hubo un debate entre los principales candidatos presidenciales, hasta 2015. Ese año, por primera vez, los dos principales candidatos aceptaron participar: Scioli y Macri.
Todo lo que contribuya a que el votante tenga más elementos de juicio para votar debe promoverse. En algunos países hay reglas -como en Argentina que lo ha establecido por ley- pero en la mayoría no. En los países con mayor calidad democrática si un candidato no acepta debatir, paga un costo político ante los votantes.
Por lo general, a quien va ganando no le conviene debatir y al que va perdiendo sí, y por ello debe tomar el riesgo. En los países con mejor calidad democrática el que va ganando acepta el debate, porque si no lo hace paga costo electoral. El votante castiga a quien no debate, pero eso no sucede en la Argentina: no se castiga a quien no debate y por eso quien va ganando no lo acepta.
Que en Argentina no haya habido ningún debate preelectoral entre candidatos presidenciales desde 1983 hasta 2015, es una evidencia de la baja calidad de la democracia. Pero ello no es sólo consecuencia de los candidatos que eligen no hacerlo, sino también del poco interés que el electorado muestra en que se hagan. Si un candidato que va ganando perdiera votos por no debatir, seguramente lo habría hecho.
El discurso de un candidato en la campaña suele ser el mismo que dice en los debates. Desde este punto de vista, la memoria del votante es relativa respecto a si se cumplieron o no las promesas: termina predominando si la gestión de gobierno tiene consenso o no. Si lo tiene, se perdonan los incumplimientos; si la gestión no es exitosa, entonces no se perdonan.
La importancia del debate no es sólo que puede llegar a mucha gente, sino que permite comparar y ver a los candidatos sometidos a la exigencia de su adversario. Quizás sea la mejor muestra de lo que un candidato puede ofrecer y las dudas que puede generar el llevarlo adelante.
Pero en esta elección, el debate presenta una oportunidad para aquellos candidatos que habiendo superado el mínimo para participar en la primera vuelta, no han llegado al 3%. Es que tendrán el mismo espacio y oportunidad que los candidatos que han obtenido el 49% (Fernández) y el 33% (Macri). Es el caso de Del Caño, Gómez Centurión y Espert.
En términos políticoelectorales, para ellos competir en la primera vuelta no es una oportunidad de ganar, sino la posibilidad de hacerse conocer por la opinión pública en los dos debates que tendrán lugar en los días previos a la elección.
*(Director del Centro de Estudios Unión para la Nueva Mayoría)
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