Graciela se hacía controles todos los años. Siempre fue miedosa de tener alguna enfermedad y por eso era rigurosa con las fechas en las que se realizaba los estudios anuales para, en caso de detectar alguna anomalía, tratarla a tiempo. En junio de 2017, en uno de los chequeos, le observaron un pequeño bultito en una de sus mamas. De inmediato, su médico decidió hacer una biopsia. El resultado fue determinante: tenía cáncer. “Por suerte -reconoció en diálogo con POPULAR- lo agarraron a tiempo, pero cuando te lo dicen se te cae el mundo abajo. Lo primero que se me representó al escucharlo fueron mis hijos. Tengo una nena de 10 años y uno de 6”.
Después de preguntarse por qué, a sus 37 años, tenía que atravesar esta etapa; de cuestionar lo injusto que era que le sucediera a ella; de llorar por la mañana, cuando los chicos estaban en la escuela, Graciela arrancó el tratamiento. En julio le hicieron una mastectomía y en septiembre empezó la quimioterapia.
Si bien reconoce que nunca se sintió deprimida, sí admite que hubo momentos en donde la invadía la angustia, la tristeza y la desolación. Momentos en los cuales veía su imagen reflejada en el espejo y notaba cómo iba cambiando su cuerpo, especialmente su pelo.
“Primero fui a mi peluquero, me lo corté cortito. Yo no quería pelarme del todo porque no me quería ver así. Pero hubo un momento en que ya no soportaba más los pelitos que se me caían y me empecé a rapar. Era un dolor terrible ver cómo se me caía el pelo”, confiesa. El rechazo a esa imagen hizo que recurriera a una peluca. Su hija, que en ese momento tenía 7 años, le preguntó con inocencia por qué la usaba. Ella le explicó que quería verse bien, en especial cuando la iba a buscar al colegio. Esa respuesta le valió para no volver a tocar más el tema y naturalizar la situación.
Mientras se sometía a los tratamientos, su pensamiento más persistente eran sus hijos y su marido. Y quizás fue ese lugar desde donde emergió la fuerza para seguir luchando y soportando cada una de las quimios. Esa fuerza fue la misma que la llevó a hacer cosas impensadas. Impulsada por su oncóloga, participó del calendario que realiza FUCA, la Fundación Cáncer, y posó junto a personajes reconocidos para mostrar que detrás de todo el dolor, también hay esperanza.
En octubre de 2018 terminó el tratamiento y en enero de este año le dijo adiós a la peluca para volver a su pelo natural, el mismo al que, al igual que su fuerza de voluntad, ni la misma quimioterapia pudo destruir.
“Hoy por hoy, la doctora me dice que estoy curada. Me queda la pigmentación de la aureola que tengo turno para noviembre. Yo me siento muy bien. Le agradezco a Dios por darme otra oportunidad. No puedo pedir más”, concluyó.
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En 2014 su vida se repartía entre sus tres hijos y su trabajo como arquitecta autónoma. Su rol de madre y profesional no le impedía hacerse ella misma los controles, pero hubo un año en donde se olvidó de hacérselo. Lo postergó, lo desestimó.
Pasaron los meses y una vez, mientras se hacía un autochequeo, detectó un grano duro en la mama y enseguida pidió turno con el ginecólogo. Ese grano resultó un tumor de seis centímetros que había crecido por detrás del pezón. En menos de un año se había desarrollado y era necesario operar.
“Si me toca irme ahora, ¿Quién se va a hacer cargo de mis hijos?”, se preguntaba Andrea que en ese momento se había separado de su marido, con quien estuvo en pareja por casi 20 años. Por trabajo, su ex viajaba mucho y era poco el tiempo que estaba junto con los chicos que en ese entonces tenían 6, 8 y 14 años.
“Cuando yo enfermé estaba recién divorciada. La relación estaba súper tensa porque habíamos discutido bastante, pero al primero que llamé fue a él a pesar de que casi ni nos hablábamos. Le dije ‘Estoy preocupada, no sé si salgo de ésta, y si no salgo yo quiero quedarme tranquila de que te vas a encargar de los chicos’”, recuerda.
Andrea se hizo 6 sesiones de qumioterapia para reducir el tamaño del tumor, que estaba un poco avanzado, y lograr que sea extraíble. Como su papá había tenido cáncer, conocía de antemano los efectos del tratamiento en el cuerpo. Su padre había adelgazado muchísimo y ella no quería vivir en carne propia ese cuadro. Así que se propuso (y lo logró) subir por cuenta propia seis kilos para que si el panorama se ponía difícil, tuviera cuerpo para aguantar.
“Después de la primera sesión, perdí todo el pelo y me empecé a sentir súper incómoda. Porque además de que la estás pasando tan mal, que sentís que estás castigado por todos los dioses, tenés la sensación de que te señala el mundo y que todos te preguntan. Vos querés pasar totalmente desapercibida y no sucede así; todo lo contrario. Es espantoso”, reconoce.
En ese momento, una amiga le había prestado una peluca para disimular su alopecia. “De inmediato, la mandé a la peluquería para hacerla parecida a mi pelo. Pero no hubo manera. En todo ese año y medio que duró el tratamiento, no me pude poner la peluca. Se me descalzaba, se me movía, me daba calor. Así que un día la revoleé y terminé poniéndome el pañuelo”, recuerda con una sonrisa. Quienes sí la usaron fueron sus hijos más chicos que, sin saber el peso simbólico que encerraba ese manojo de pelos, corrían por la casa, sonriendo y diciéndole a su mamá que en poco tiempo se iba a curar.
A los seis meses, fue el turno de la cirugía. Le retiraron el tejido, la mitad de la mama y le limpiaron la zona. Luego, los rayos. Durante un año y medio estuvo en tratamiento al que articuló con la dirección de una obra grande. Era algo constante, pero lograba hacerlo a su ritmo y asegurarse que en ese año y medio iba a poder pagar los gastos de su casa y de su tratamiento. Y fundamentalmente, durante todo ese tiempo, podía mantenerse ocupada sin pensar en el cáncer. Era, para ella, una manera de ganarle a esa enfermedad que le afectaba la mama pero que también se apoderaba de sus pensamientos.
Y en todo ese proceso, su hija mayor, de tan sólo 14 años, se puso en los zapatos de un adulto y la acompañó a sobrellevar la situación. Cuando sus hermanos preguntaban por su mamá, era ella quien contestaba lo justo y necesario para que en ningún momento tuvieran miedo de la muerte.
Pero si hay una palabra que subraya, resalta y engloba es, sin lugar a dudas, “Actitud”. Para ella, esa es la clave para encarar cualquier tratamiento y para sobrellevar lo que venga, con valentía, con voluntad y con la frente bien alta.
Aún le quedan siete años de tratamiento preventivo, pero asegura que se siente muy bien. “A veces, los días de mucha humedad me duele un poco la cicatriz, o tengo algún dolor viejo en las articulaciones. Pero recuperé toda la energía y me siento bárbaro”, afirma.
“A veces porque estás como loca con el laburo, o te crees que no te va a pasar nada por soberbia, vas postergando los chequeos. Pero si te anotaras en la agenda que te tenés que hacer el control cada año, podés agarrar temprano la enfermedad y hacer un tratamiento muy leve”, recomienda.
En 2010, a sus 39 años, había sido mamá de mellizos. Estaba amamantándolos y sintió un dolor en uno de sus pechos. Nunca faltó a ninguna mamografía ni se dejó estar pero la molestia que sentía la hizo acudir con cierta preocupación al médico. El especialista le dijo que eran quistes, lo desestimó, la tranquilizó y le recomendó hacerse una ecografía cada seis meses para controlarlos.
Pero llegando al quinto mes, el dolor se hacía más fuerte. Su mama izquierda le molestaba cada vez más. Algo andaba mal y ella lo sabía. La indiferencia del médico anterior ante su relato hizo que acudiera a otro especialista, quien le mandó a hacer una punción. Su intuición no falló: el resultado indicaba que ese dolor era producto de células cancerosas que comenzaban a apoderarse de su cuerpo.
Se le vino a la cabeza sus mellizos, su hija de 21 años y su marido. Pero supo desde ese instante que el único camino posible era luchar.
En 2012 comenzó el tratamiento. Durante dos años logró estabilizar la enfermedad. Sin embargo, por el temor de que volviera a aparecer, le pidió a los médicos hacerse nuevos controles. “¿Vos estás loca? No tenés nada”, le dijeron y hasta la mandaron a ir al psicólogo. Pero ella sabía, al igual que la vez anterior, que esto no había terminado y en 2015 lo confirmó: el cáncer había vuelto y se le había desparramado al hígado y a los huesos.
“El médico me dejó mucho tiempo sin tratamiento y yo sentía que el cáncer corría por dentro. Consulté con otros médicos y es como que no reaccionan. Cuando terminás las primeras quimios salís con una alegría como si volvieras a nacer. Ellos cuentan todo como si fuera color de rosa y por ahí lo es en la primera etapa, pero cuando te agarra de nuevo y recaes, como me ha pasado a mi tantas veces, ya no lo ves color de rosas”, resume.
Otra vez tuvo que volver al tratamiento. Las quimios, la angustia, la impotencia. Y mientras se retorcía en la cama producto de los dolores en el hígado, y cuando pensaba que ya nada peor podía sucederle, la vida le dio una trompada que la noqueó: en marzo de este año su hija, la más grande, falleció producto de una hiperglucemia.
“Ella se descuidó, estaba muy angustiada por el cuadro que tenía porque la diabetes produce un tipo de depresión. Yo siento que la descuidé y que no la pude ayudar. Y ella no me quería molestar”, dice con culpa.
Desde entonces su lucha se multiplicó. Lucha por la enfermedad y por hacer frente con la mayor valentía posible a la pérdida, irreparable, injusta y cruel, de su hija. Sigue con los tratamientos, y ahora pelea por conseguir un medicamento para el hígado que ya está aprobado en Argentina pero que tarda unos meses en llegar al país. Sin eso, resume, “es el fin”.
El fin. Así, tan contundente, tan preciso, tan inmensamente irreversible. Pero no la asusta. Al contrario, sabe que es una posibilidad latente y la acepta porque cree que es una nueva oportunidad de reencontrarse con su hija Sofia y darle el abrazo que por su debilidad física no le pudo dar. Piensa en los mellizos y en su esposo y le da miedo. Miedo de dejarlos desprotegidos, miedo de darles otro golpe que no puedan recuperarse. Miedo. “No me animo a decirle a mis hijos lo que puede pasar si ese tratamiento no funciona. Con la noticia que le dimos de Sofía y el mismo año otra de este estilo, yo no sé qué persona pueda aguantar todo esto”, confiesa.
Hoy, mientras aguarda la llegada del medicamento, sigue trabajando como geóloga en una empresa y disfrutando de sus mellizos y de su marido. Reconoce que se le hace muy difícil seguirles el ritmo a los chicos, pero los acompaña a su manera, como puede.
“El pronóstico es malo. No sé cuánto tiempo me queda”, se sincera mientras se le quiebra la voz. Pero, su inquietud, en definitiva, es universal. ¿Quién sabe a ciencia cierta cuánto tiempo le queda? La respuesta sigue siendo un interrogante, pero bien vale la lucha.