Hace tres décadas ese monstruo del tenis mundial que hoy sufre a sus 67 años un deterioro cognitivo que condiciona su calidad de vida, revelaba  en una entrevista que nos concedió el calibre de su mirada, el perfil existencial para analizar los hechos y la dimensión inexorable del tiempo

-Hola, Guillermo, te llamo porque la idea es charlar con vos para una entrevista

-¿Querés hacerme una interviú?

-Sí, claro. Una nota para Página 12 donde trabajó (la nota finalmente no se publicó en Página, sino en la revista semanal y deportiva El Clásico), una interviú como decís vos.

-Te digo desde ahora que va a ser difícil. Estoy muy pero muy apretado con los tiempos… Pero a ver, esperá un poquito: mañana a las cinco de la tarde tengo un rato libre y voy a estar en unas oficinas que están justo enfrente de donde está Clásica y Moderna, ahí en la Avenida Callao. Pasá y hablamos.

-Estupendo, mañana estoy ahí.

Era septiembre de 1990. Vilas tenía 37 años. Aunque las reglas nunca escritas del periodismo señalan que no es lo mejor ser autorreferencial, en este caso tengo que serlo para contar mi única experiencia con ese gladiador del deporte mundial que viene atravesando desde hace por lo menos un par de años problemas de origen cognitivo (sin confirmación oficial se hace referencia directa al Alzheimer) que el diario Olé terminó sacando a la luz.

Cuando voy subiendo por las escaleras hasta el primer piso de aquellas oficinas de la calle Callao, veo bajar velozmente a Vilas: pelo largo hasta los hombros, anteojos de sol en la mano y enfundado con un jean azul muy ajustado, campera onda punk de cuero negro y botas del mismo color. Y le digo de apuro: “Guillermo, soy el flaco que te llamó ayer y vengo a verte para la nota”.

-No, ya está. Dejá, tengo muchas cosas que hacer. La interviú era a las cuatro. Y ahora faltan diez minutos para las cinco. Llegué antes, hice tiempo en Clásíca tomando algo, pero te demoraste demasiado. Así no va. Me tengo que ir.

-No, esperá. Vos me dijiste a las cinco, no a las cuatro. Te confundiste.

-No, a las cuatro te dije.

-No, te equivocás, a las cinco.

-Yo no me equivoco.

-Yo tampoco. ¿Pero ahora cómo lo podemos resolver?

-No sé. Qué se yo. Vos no cumpliste con el horario de la cita. Lo único que se me ocurre es que mañana a las diez de la mañana pases por mi casa.

-No, dejá, vos debés vivir en el culo del mundo…

-No, estoy muy cerca de Plaza Francia, en Recoleta. Si tenés para anotar te dejo la dirección.

-Ok, anoto. Mañana estoy ahí. A las diez en punto. A las diez, eh.

Al otro día fui en búsqueda de la dirección que Vilas nos había indicado. Creo que era el piso once de un edificio cinco estrellas de la calle Galileo. Toco el portero eléctrico. Me anuncio. Subo. Nos habilitan el acceso a un amplísimo salón de estar. Una mujer de unos 45 años que colaboraba con Guillermo en las tareas de la casa, nos recibe y nos señala que aguardemos unos instantes, mientras con una gran calidez nos invita a tomar café, te, jugo de naranja, yogur o ensalada de frutas. Elegimos café. “El señor enseguidita viene”, nos asegura.

Ocho minutos después tenemos a Guillermo Vilas enfrente, quien nos pide disculpas por la espera: “Es que estaba atendiendo a mi padre que está acá en una habitación que especialmente hice preparar como si fuese la sala de una clínica. Le instalé todo lo que puede necesitar, con una atención médica permanente en todos los sentidos. Lo quería tener cerca mío las veinticuatro horas del día. Es lo mejor para él y para mí”.

En un momento de las dos horas de charla formal e informal que mantuvimos, larga una frase como al pasar que siempre recordamos: “Mirá que yo no soy ni me siento un monumento que camina”.

Y agregó en un textual de fuerte tono existencial que reproducimos: “Me hubiera vuelto un monumento si después del retiro de hace dos años apuntaba a ser técnico, luego capitán del equipo argentino en Copa Davis, presidente de la Comisión de Tenís, poner la cara en el Buenos Aires cuando hay algún compromiso importante, vivir en la nostalgia, ser prisionero de las concesiones y así caer en la vejez para ser lápida. No quiero ser una linda historia ni seguir vinculado al tenis de esa manera. Mi vida abarca otros proyectos que van a más allá de los recuerdos. Está por ejemplo la música, el disco, la onda con los pibes más jóvenes… Porque yo tengo más relación con la gente más joven que con la gente de mi generación. Como toda generación que ya vivió, piensa mucho, demasiado. No digo que se les está pasando el cuarto de hora, pero se van quedando. Me encantaría encontrar tipos de mi edad con más polenta, aunque la juventud no está en la edad sino en la cabeza. Las preguntas que nos hacíamos nosotros, ahora se la hacen los pibes y yo quiero escuchar esas preguntas que están en las calles, en los grupos under, en los circuitos de relación que establecen. Mi generación no está muerta pero veo a muchos que se manejan con prejuicios. Aceptar la edad es aceptar la vejez. Por eso me engancho con los pibes que se prenden a la espontaneidad y a actitudes vitales, aunque por momentos estén un poco perdidos”.

En otro pasaje y ya mirando sin mirar la ciudad desde el enorme balcón con parrilla del piso once, también fue profundo: “La gente me demuestra cariño. Afecto, no sé si eso es idolatría. No porque te aplaudan te quieran. Además, la patente de ídolo no te la da una victoria ni un decreto. Es algo que le transmitís a uno en un momento especial. En la Argentina por cualquier cosa a alguien se le dice ídolo, Dios. Nadie puede tener un millón de ídolos. Yo tengo algunos que se pueden contar con los dedos de una mano. Por ejemplo, Tomás Koch en tenís al que copié hasta en el pelo largo y la vincha que usaba, Lou Reed en poesía y Keith Richards en música”.

Y le sumó una autodefinición desprolija pero apasionada: “En la vida tenés que adaptarte al mundo. Y no al revés. No hablo de transar sino de adaptación al medio ambiente, a las reglas de juego, a las circunstancias. Igual yo no soy pasivo pero tampoco anarquista. Además este no es un país preparado para transgredir y no es por falta de gimnasia democrática. La gente se cubre de corazas y es complejo patear todo eso”.

El retiro, el olvido, los flashes del pasado, la realidad del día después y aquellas observaciones punzantes de Vilas: “No es fácil de la noche a la mañana no ser Pelé. Cuanto te retirás, quedás vos y detrás la historia. Fue traumático, difícil, duro. De repente me encontré con que el día era muy largo o muy corto. Es un golpe, un cambio total. La única manera de salir es generar otra alternativa. Fue muy grosso para mi, me demandó un gran esfuerzo, pero acá estoy. Me quedó la enorme satisfacción de haberme retirado cuando yo quise y no cuando los demás querían”.

En aquel septiembre del 90, le preguntamos como se imaginaba cuando tuviera 60 años. Esperó unos tres o cuatro segundos y respondió metiendo un par de pausas: “No lo sé, probablemente haciendo un racconto de mi vida, ordenando los tantos para cuando me muera y tratando de escribir un testamento o mis memorias. También me imagino una postal familiar con mi pareja y mis hijos. Lo que ocurre es que a mí todo me llega más tarde. Tengo una madurez más tardía. Gané un torneo de Grand Slam a los 25 años cuando ahora se gana a los 18 o 19. Y esto se proyecta a muchas otras cosas”.

A tres décadas de aquel encuentro con Vilas, interpretamos que sus palabras se resignifican. Porque son distintos los contextos, las circunstancias emotivas, los recorridos, los pliegues de la vida. Allá, en el 90, el hombre que hoy tiene 67 años y padece un deterioro cognitivo, nos revelaba su visión del aquí y ahora. Pero el tiempo no para. Y todos, mejor o peor, formamos parte de esa dimensión.

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