“Ninguna ciudad me dio tanto cariño como Nápoles”. Las felices palabras que pronunció Diego Maradona el pasado miércoles 5 de julio cuando el alcalde Luigi De Magistris lo distinguió frente a una multitud como “ciudadano ilustre” de Nápoles, no pudieron ser más precisas ni más perfectas.
Los napolitanos no lo quieren a Diego. Lo glorifican. En ese altar donde es venerado hasta por los que nunca lo vieron jugar pero que conocen su testimonio y su impresionante obra futbolística que se evoca con un sentimiento de gratitud expresado por todas las generaciones, su figura adquiere la dimensión de un hombre mágico.
Pero la suya es una magia que siempre se renueva y se reconstituye en un tejido emotivo imparable. No importa que haya partido en abril de 1991 perseguido por un dóping. No importa que no se despidió formalmente de la gente. No importan los detalles, los relieves, las sanciones, los grandes tumultos, las postales de la plenitud y la decadencia y los circos más grandes o más pequeños que supieron instalarse alrededor de Diego durante todos los años que acompañaron su protagonismo sin equivalencias.
Cada uno tiene un flash directo o indirecto con Maradona en Nápoles. El nuestro (que por supuesto no es lo más importante, sino lo que siguió generando e irradiando Diego) se remonta a febrero de 1999. Por aquellos días de invierno europeo, enviado por la revista El Gráfico para hacer entrevistas a distintos jugadores de la Selección que actuaban en Italia, pasamos por Nápoles junto con el fotógrafo Diego Díaz.
En una tarde que dejaba ver una incipiente niebla y bajo unas nubes que anunciaban la posibilidad de una lluvia que no se desató, estábamos viendo a la distancia la imponencia del estadio San Paolo, donde Maradona construyó su legado invencible. Allí, se nos cruzó un pibe de la calle que no superaba los diez años. Lo saludamos, cambiamos alguna que otra frase de ocasión y por curiosidad le preguntamos con la mayor simpleza por el amor que seguía despertando el super crack de Villa Fiorito.
El pibe, que considerando su edad aproximada nunca había visto jugar a Diego salvo por las repeticiones de la televisión, sacó de inmediato de un bolsillo interno de una campera raída que vestía, un viejo portadocumentos. Dentro de él, guardaba una especie de estampita con la cara juvenil de Maradona. Nos mostró esa estampita como una respuesta conmovedora. Y sin decir nada, lloró brevemente sin querer llorar.
El San Paolo detrás envuelto por los fantasmas de la neblina y la imagen del pibe atrapando una lágrima en una tarde sin urgencias, siempre me pareció la síntesis de una extraordinaria película del neorrealismo italiano, capaz de capturar algo mucho más sensible que la descripción de la propia aldea para pintar la aldea universal. Ese flash encarnó quizás la simbiosis de la gente común y Diego. Ese eslabón único e imposible de reproducir que une lo que solo el encantamiento simultaneo puede unir.
Decir a esta altura que Maradona nunca se terminó yendo de Nápoles suena cursi. Y lo es. Pero la cursilería no necesariamente está disociada de la verdad. A veces cabalga sobre ella. Continuó viviendo Diego en Nápoles aunque estuviera emprendiendo aventuras de todo tipo en otros destinos. Viviendo en cada uno de los napolitanos más viejos o más jóvenes. Viviendo en tiempo pasado y en tiempo presente. Viviendo en los arrabales más pintorescos o más fuleros y pesados de la ciudad. En las afueras del San Paolo y en su césped memorioso. En los lugares que frecuentó y en los lugares donde nunca estuvo.
Esa es la magia de la que ni Diego es responsable directo. Es parte de ella pero no su actor principal. Porque es la magia que atesora cada uno. La propia. La que se entrega como la entregó aquel pibe hace ya 18 años, pero a la vez es intransferible. Porque la emoción y la sensibilidad son siempre intransferibles, aunque a veces creemos interpretarla. Y no lo logramos.
El pasado miércoles 5 de julio, Diego regresó a Nápoles y como alguna vez anticipó Evita, fue millones. Diego volvió ahí y fue millones. Que lo distinguieran ante una multitud como “ciudadano ilustre” fue una hermosa anécdota. Ya lo era. No en los libros eternos de la ciudad. Sí en los corazones y en el alma de todos los napolitanos.
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