En muy poco tiempo, el equipo que conduce Miguel Angel Russo, y supervisa sin estridencias Juan Román Riquelme, fue encontrando en el camino de la competencia un tono y un registro que abreva en una soltura y frescura futbolística que lo está empujando a un crecimiento que casi nadie esperaba

Bajo la conducción de Guilermo y Gustavo Barros Schelotto, Boca era un equipo de apariciones. No registraba un buen funcionamiento, pero las erráticas apariciones de sus individualidades durante los desarrollos de los partidos, le permitió sacar diferencias en el plano local que le dieron la chance de ganar dos campeonatos consecutivos y llegar a disputar frente a River la final de la Copa Libertadores en el 2018.

Después, con Gustavo Alfaro, esa tendencia (de apariciones desequilibrantes) se siguió manteniendo con un menor volumen de juego ofensivo, prevaleciendo más la idea de impedir que la de crear, generar o construir.

Y ahora, con Miguel Angel Russo, más la mirada estratégica y determinante de Juan Román Riquelme, Boca parece intentar trascender ese fútbol de apariciones. Y deja ver algo vital que no está relacionado con la táctica ni con ciertas consignas más o menos valiosas establecidas en los distintos laboratorios del fútbol contemporáneo.

¿Qué es? La soltura de sus movimientos. Esto distingue hoy a Boca. Su soltura. Como si los jugadores de manera progresiva fueran expresando su potencial. No porque detrás no exista un ordenamiento táctico. Más bien que existe. Pero este Boca que en el 2020 viene creciendo (no hablamos de equipazo ni de grandilocuencias tan habituales y extendidas en los tiempos presentes), se muestra como un equipo más liberado, más fresco y más dispuesto a ofrecer que a esperar contingencias favorables.

Esta es la principal diferencia con aquel Boca del año pasado. Ahora toma iniciativas. Y lo hace con naturalidad, aunque no revele un funcionamiento formidable. Porque ese funcionamiento formidable no lo tiene. Ni River lo tiene ni lo tuvo, más allá de la supremacía que se le reconoce incluso en etapas de relativa adversidad.

Cuando Riquelme en los últimos días de diciembre comentó que iba a charlar con Carlos Tevez y pedirle que vuelva a jugar a la pelota con alegría, quizás esas palabras muy sensibles a la pasión y a la emotividad, fueron subestimadas o arrojadas a un costado del camino por considerarse voluntaristas. No lo eran. Reivindicar la esencia del juego y recuperar el placer por el juego para reencontrarse con una mejor versión, es un signo fundamental para estimular conductas y crecimientos. Tanto en el fútbol como en cualquier otra actividad.

Tevez no volvió a rendir como cuando había cumplido 25 años. Sería imposible clausurar o frenar el reloj biológico. Pero se advierte muy contenido e influyente en el equipo. Por eso juega mejor que antes. Por su actitud. Por el ida y vuelta que seguramente tiene con el cuerpo técnico. Y en especial, con Riquelme. Esto transmite Tevez. Y es también lo que logra transmitir el equipo. Mayor libertad para jugar. Y ese aire de libertad que necesita ser organizada para ser viable, es compatible con la soltura que adquirió Boca.

Allí radica la génesis de esta evolución que solo el tiempo dirá si se profundiza o se detiene. Si fue el sueño de una noche de verano o si está en condiciones de retroalimentarse. Pero que por estos días es evidente. La sensación es la de un equipo al que le abrieron la puerta. Y que se siente a gusto en este nuevo escenario dónde se respira otro oxígeno.

Por eso el cambio que experimentó Boca tiene, sobre todo, un componente mental. Un componente anímico. Una clave anímica. “El fútbol es también un estado de ánimo”, afirmó hace muchos años el campeón del mundo Jorge Valdano. Y la influencia de Riquelme en este plano no puede medirse en números, pero sí en la totalidad del paisaje futbolístico, nunca quieto ni dormido.

Renovó Boca su atmósfera después de Alfaro, Daniel Angelici y compañía. Y la renovó sin pretensiones sofisticadas. Sin ventas de humo. Sin versos. En todo caso la venta de humo y los versos correrán por cuenta de quiénes los promueven y construyen.

El equipo, como quedó dicho, no es una máquina. Pero se sigue soltando. Y no son pocas las individualidades que juegan por encima de lo que cualquiera podía imaginar. El colombiano Sebastián Villa es un caso testigo. Y se inscribe en esta dinámica. La dinámica que Boca ahora disfruta y festeja.

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