El hombre que “cortaba el bacalao” en el fútbol argentino, como él mismo lo definía, murió y dejó un territorio sensible a todas las lecturas e interpretaciones. Julio Humberto Grondona, el dirigente más influyente del fútbol sudamericano, impuso una lógica de hierro entre amigos y enemigos. Su pragmatismo descarnado y un legado indescifrable.

Murió. Dirán las crónicas que el mediodía del 30 de julio de 2014, el hombre de 82 años, murió. Y dejó montones de historias reales o en tono de ficción dando vueltas por todas las esquinas. Protagonizó gran parte del pasado y el presente del fútbol argentino con tantos capítulos blancos, grises y negros casi imposibles de clasificar.

Julio Humberto Grondona fue, sin dudas, el dirigente más influyente y determinado que tuvo el fútbol sudamericano de todos los tiempos. Siempre se jactó en privado de ese poder simbólico y a la vez efectivo del que gozó bajo dictaduras y gobiernos constitucionales. En esos ámbitos particulares no escondió esa intransferible sensación de sentirse integrante de un espacio de poder que fue creciendo mucho más allá de sus originales expectativas y deseos.

"A mí nadie me la vende cambiada. Yo tengo calle. Mucha calle. No me hice dirigente de un día para el otro, como ocurre con algunos que prefiero no mencionar.  Yo, en cambio, pasé por las inferiores. Y pasé por muchas otras cosas lindas y fuleras. Entre otras, identificar a los alcahuetes. Conmigo no van. Los cazo al vuelo a los alcahuetes.  Y ahí nomás los rajo". Estas palabras con aires de confesión que pronunció Grondona en los primeros días de enero de 1998 en un bar de la avenida Paseo Colón, quizás reflejan su vanidad, su ego y su búsqueda del conocimiento que trascendiera el academicismo.

Quería estar en todos lados el hombre que manejó los destinos de AFA con rigor, autoridad y subordinación absoluta de sus pares. Planteaba como mecanismo de defensa que no admitía la obsecuencia, pero el poder nunca está alejado de esos perfiles y de esos intérpretes. Los obsecuentes florecen en esos escenarios. Se multiplican naturalmente. Y tejen alianzas muy complejas de desarticular para proteger lo que conquistaron, que no es otra que algo muy parecido a la perpetuidad en los cargos, en las funciones y en los privilegios.

Grondona fue el patrón de esa gran estancia. El ordenador de los ritmos. El tiempista que daba y quitaba con la misma celeridad. El prestidigitador que manejaba todos los hilos del poder que se ve y el que se torna invisible. El político imbatible. Porque sus opositores flamígeros nunca terminaron de serlo. Siempre se murieron en la orilla. Por decisión propia o por estrategias ajenas.

En su lógica de hierro, don Julio (así le gustaba que lo llamaran) dividía el territorio en dos grandes facciones: los amigos y los enemigos. A los amigos del fútbol y a los que no tenían nada que ver con el fútbol, los bancaba y los protegía. Y los reivindicaba con un trato casi familiar. A los que él consideraba enemigo de su causa, en cambio, no les daba ni un vaso de agua en el desierto. Quería ignorarlos, pero no podía. Su pasión y vehemencia para medir e interpretar los hechos, no le permitían abrazar la indiferencia. Por eso quizás recordaba, en detalle, cada gesto y cada palabra contraria a su pensamiento y convicción.

No perdonaba. Ni tampoco olvidaba. Era un gran pragmático. Sabía olfatear los climas políticos. Las necesidades políticas. Los vientos políticos. Y operaba en esas direcciones sin abonar el camino de la contradicción que nunca lo inmovilizó. Sus lecturas para ser un hombre imprescindible en el gran tablero internacional que él hizo germinar desde la AFA, siempre fueron producto de su ajedrez y de su intuición.

Confíaba en poca gente Grondona. Cada vez en menos. Hasta contarlos con los dedos de una mano. A mayor poder, mayor intriga y celo para mostrar sus cartas auténticas. No se creía eterno. Pero pensó en la eternidad. Como en muchos momentos piensan todos los hombres. Así se construyó. En las buenas, que no fueron precisamente pocas y en las malas, que no fueron tantas.

"Yo corto el bacalao", decía por si alguien no lo supiera. Y lo cortó durante varias décadas. Una y otra vez. Sin pausas. Sin arrepentimientos. Sin miradas que denunciaran errores del ayer o del hoy. En eso era hermético. Durísimo. Autoritario. Paternalista. O despótico contra los que en alguna oportunidad pretendieron pisarle el poncho.

Ese hombre murió. Es muy prematuro hablar de su legado y de su herencia dirigencial y patrimonial. De lo que no quedan es que el fútbol argentino no será igual sin él. Los que lo acompañaron, tampoco serán iguales.

Los otros partidos que a partir de ahora van a jugarse, todavía no empezaron. Y es muy probable que aquello que estaba oculto, comience a destaparse. Nadie lo desconoce. El tampoco lo desconocía.

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