En un momento en que el tema de los sobornos está presente, recurrimos a un historiador experto en el sanjuanino que fuera gobernador y presidente para saber sus conceptos más salientes

Los argentinos estamos acostumbrados a las denuncias de corrupción. Los ‘Cuadernos’, que habían sido quemados, fueron acusados de ‘falsos’; los jueces y fiscales están siempre en la mira; el llamado ‘capitalismo de amigos’ -enriquecerse con la obra pública- es algo corriente y ya nadie se sorprende de que un funcionario se haga rico en poco tiempo y le aparezcan propiedades o depósitos bancarios por cualquier parte del mundo.

Y los argentinos, además, nos hemos acostumbrado a vivir al borde de lo legal, transigiendo las normas, incumpliendo compromisos, desvalorizando la palabra empeñada, justificando todo cambio argumentando que ‘hay que acomodarse a los tiempos’ y que vivir con reglas fijas ‘es cosa del pasado’. La ‘anomia’, dicen los estudiosos en ciencias sociales, es ‘la falta de normas o incapacidad de la estructura social de proveer a ciertos individuos de lo necesario para lograr las metas de la sociedad’.

Sin embargo, legitimar aquellos de ‘que robe pero haga’, o mirar para otro lado cuando observamos algo incorrecto, visiblemente injusto o fuera de lo legal eternizando el famoso ‘yo, argentino’, no es la conducta que promovieron varios de los ‘padres de la patria’ que solemos admirar. Ni San Martín ni Belgrano ni Sarmiento, por poner algunos casos sobresalientes sacaron provecho alguno de sus emprendimientos militares y políticos. En el día de su cumpleaños, detengámonos en el sanjuanino.

Siempre se asocia a Sarmiento, claro, con la fundación de escuelas, con su pasión por la educación. Pero ¿para qué quería ciudadanos alfabetizados, ‘instruidos’? ¡Para que pudieran tomar mejores decisiones! Saber leer y escribir implicaba salir de la ignorancia, poder comunicarse, interpretar un folleto o un plano, determinar qué maquinaria resulta conveniente. También leer la prensa forma ciudadanos conscientes, la ‘opinión pública’, decía Sarmiento era el único reservorio moral de una nación, en especial en las ‘clases laboriosas’.

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Las escuelas entonces tenían para él un trasfondo ético: el de acercar lo máximo posible la ‘igualdad de oportunidades’ y de progreso a todas las capas sociales. Formar gente ‘industriosa’, trabajadora, ordenada, con valores ecuménicos, era la tarea de la escuela.

En Educación Popular (1849) -su libro más querido--, escribe: ‘Preocupado de este pensamiento he visitado varias casas de educación normal o particular de mujeres, y en cada una de ellas he encontrado siempre motivos de sentir la importancia moral y social de introducir a las mujeres en la enseñanza pública. Séame permitido decir que esta cuestión de la influencia de las mujeres en el porvenir de las sociedades americanas ha sido una de las preocupaciones de mi primera juventud’.

“Se examinan en los momentos de las elecciones actos del gobierno que requerirían un largo estudio” y, entonces, ‘de aquí nacen los errores mas funestos y la corrupción de ideas más perjudicial”. Esta frase escrita en El Nacional por Sarmiento en Chile en 1841, termina así: “Los hechos más indiferentes se tuercen y adquieren un interés ficticio según los presenta el espíritu de partido, ataviados de un ropaje que los desfigura. La ligereza de las publicaciones actuales de la prensa estorba la aparición de otras más concienzudas” Sarmiento acusa: “En los períodos electorales el ‘espíritu de partido’ (o sea, la búsqueda de votantes) favorece la mentira, la difamación, las ideas desfiguradas, con tal de ensuciar al opositor”.

Atacó también a las viejas monarquías virreinales: “Méjico y Lima -señaló- eran en América las parodias del lujo, del despotismo, de la aristocracia, de la corrupción y de la ignorancia de la España de aquellos tiempos”, y se prometió a sí mismo construir una república transparente. Pero esas repúblicas nacientes debían replantearse todo: en 1844, por fin, Sarmiento alertó desde la prensa: ‘Creemos que lo que precede bastará para probar que si conduce a algo que los sacerdotes sean célibes, el gobierno debe poner coto a la multiplicación del sacerdocio; a no ser que se diga que dos y tres no son cinco, o que el celibato de los clérigos no disminuye la población, lo que a ser cierto, probaría que el celibato es, a más de inútil, perjudicial, y un semillero de corrupción’. ¡Hace 175 años el sanjuanino alzaba su voz a favor del Estado laico y, sin pelos en la lengua decía que el celibato era ‘un semillero de corrupción’.

Entre muchas otras cosas, se debía también cambiar por completo el papel social y laboral de la mujer: la pensó como docente y formadora moral de los niños porque ‘su empleo aliviaría a la sociedad de una carga pesada -mantenerlas como simples ‘empleadas domésticas’-, y a ellas mismas de la corrupción, la mendicidad y la desocupación’.

De allí entonces que recogió el modelo moral del político inglés Richard Cobden, como se miraba en el espejo también de Abraham Lincoln, quien lideró -y murió-por poner fin a la esclavitud: Con Cobden Sarmiento confió en la fuerza de la palabra moral que, por medio de cientos de actos y miles de folletos realizados mediante ua suscripción popular, elevó a este pacifista al rango de un luchador contra la corrupción y la aristocracia británica. “Con Cobden- dijo Sarmiento- principia una nueva era para el mundo; la palabra, el verbo, vuelve a hacerse carne, produciendo por sí solo los más grandes hechos; en adelante cuando los hombres quieran saber si es posible destruir un abuso protegido por el poder, defendido por la riqueza, por el rango, por la corrupción; cuando se pregunten si hay esperanza de echar abajo semejante abuso por medio de esfuerzos perseverantes y de sacrificios, se les recordará el nombre de Cobden, y emprenderán la obra”.

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