Desde hace algunos años, al mismo tiempo que se empezó a incrementar la presencia de los silenciosos vendedores africanos, se fueron extinguiendo los legendarios ruleteros de la arena
Los tiempos cambian y, su avance, dejan huellas en todos los terrenos. Los más grandes (y no tanto) recuerdan como en un flash las costumbres que han quedado fuera de nuestras rutinas habituales, reemplazadas por otras nuevas. Desde el rollo para la cámara de fotos hasta la cola en las cabinas telefónicas para averiguar cómo estaba la abuela Delia, o si llovía en Caballito. Pero estas modificaciones también pasan por elementos más ligados a una nostalgia poética que a detalles emparentados con el modernismo.

Un rato de descanso panza arriba sobre la arena y la contemplación del paisaje, puede permitirnos una reacción espontánea, sentarnos de repente y preguntar: "¿Dónde están los barquilleros?". Si esa pregunta la hacemos en voz alta y algún niño nos escucha, responderá con otra pregunta: "¿qué es un barquillero?".

Esta duda casi existencial surge, muchas veces, después de reflexionar acerca de la gran cantidad de vendedores africanos que, en los últimos años, han incrementado su presencia por las playas argentinas, ofreciendo, principalmente piezas de orfebrería o bijouterie, pero también artesanías y otros diversos elementos. Entonces uno, en medio de su 'nada que hacer' observa y nota dos diferencias bien claras: primero el color de piel, bien oscura, que indefectiblemente los identifica como extranjeros de latitudes lejanas (la mayoría son de Senegal, Ghana y Sudáfrica); y segundo, no vocean sus mercaderías.

A diferencia los vendedores argentinos, que te despiertan de la siesta con su gritos de 'helado, helado' o 'a los churros'. Los africanos caminan con paso cansino entre los cuerpos, generalmente con una valija abierta en la que exponen sus relojes, anillos o pulseras, y las ofrecen a la vista de los veraneantes. Si alguno se muestra interesado y cogotea, entonces ellos amablemente se hincan a un lado y tratan de explicar algunas cosas. Eso sí, el precio se les entiende y, muchas veces, aceptan el regateo de los argentinos que buscan mejorar la oferta.

Todo muy lindo y característico, pero la duda inicial se mantiene. Así como Dolina se pregunta '¿dónde están las millones de bolitas que deberían existir si calculamos la cantidad de ellas que alguna vez tuvimos multiplicada por el número de niños que pasaron por estas latitudes en las últimas décadas?', nosotros nos preguntamos: '¿Y los barquilleros?'. Y les respondemos a los niños: los barquilleros eran vendedores ambulantes exclusivos de la playa, que se vestían de blanco y cargaban sobre su espalda -a modo del bolso en que llevan sus palos los jugadores de golf- un cilindro de aluminio generalmente rojo, que en la parte superior -que hacía las veces de tapa- tenía una rudimentaria ruleta.

El barquillero, como su nombre lo indica, vendía barquillos, es decir, planchas de oblea del material con que se hacen los cucuruchos de helado o los cubanitos. O como nos explicaban en ese momento: cucuruchos sin enroscar. El barquillo tenía un precio determinado, pero el gran atractivo para los niños no era tanto el sabor del producto (que en realidad era como comer un helado vacío) sino el elemento lúdico que acompañaba su adquisición y que, sin dudas, significó el primer paso de muchos en el camino de la timba y el escolaso.

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