Su situación se transformó en una cuestión de estado y hasta el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, ofreció a sus médicos e, incluso, la posibilidad que Ortiz fuera tratado en los Estados Unidos, lo que no prosperó por el agravamiento del cuadro.

La diabetes logró con el presidente Roberto Ortiz lo que la política no pudo en los casi los más de 35 años en que el abogado hijo de padres vascos lidió en ese terreno, en el cual comenzó como fogoso defensor de la Unión Cívica Radical y terminó como primer mandatario.

Ortiz, en realidad Jaime Gerardo Roberto Marcelino María Ortiz Lizardi, tal como fue bautizado, quedó encasillado como representante de la llamada década infame, resultante de la Concordancia, la perniciosa combinación política conformada por el Partido Conservador, la Unión Cívica Radical Antipersonalista y el Partido Socialista Independiente.

Diputado por el radicalismo en 1920, ministro del presidente Marcelo Torcuato de Alvear, defensor del golpe de estado del 30 perpetrado por el general José Félix Uriburu y titular de la cartera de Hacienda durante el mandato presidencial de Agustín P. Justo, accedió a la primera magistratura en 1938.

Convertido en presidente como efecto del fraude electoral parido por la Concordancia, la proscripción de candidatos de la Unión Cívica Radical y la aplicación de la violencia política como herramienta de campaña, Ortiz empezó a padecer los rigores de la enfermedad que lo mató.

En 1937, un año antes de ser ungido presidente, Ortiz pasó un mal momento cuando se descompensó en medio de un acto proselitista. El cuadro fue bastante complejo y la causante había sido la diabetes, dolencia empeñada en hacerle daño a un hombre amigo del buen comer como lo era quien hasta ahora ostenta el rótulo de haber sido el único jefe de Estado argentino nacido en la Ciudad de Buenos Aires.

Es que el “Gordo”, como cariñosamente lo llamaba su esposa, María Luisa Iribarne, tenía pasión extrema por los dulces y en su despacho, ocultos de la mirada de su señora y alejados de los consejos de su médico, atesoraba chocolates y golosinas que disfrutaba en una flagrante clandestinidad.

Los malestares que expresaba Ortiz preocupó a María Luisa, quien antes de asumir la presidencia le dijo a su marido que dado su estado de salud había sido un error haber aceptado la postulación ofrecida por Justo, de quien era su delfín. Profética, además, le advirtió: “La presidencia nos matará a los dos”. Y así fue.

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La esposa de Ortiz, con la que había tenido tres hijos, murió de repente el 3 de abril de 1940 y el golpe emocional operó como un mazazo para el presidente que se vino completamente abajo pero sin amilanar sus ansias de consumir dulces al punto que era uno de los clientes más distinguidos de la mítica confitería El Molino que lo abastecía de exquisitos merengues con crema y dulce de leche.

Su situación se transformó en una cuestión de estado y hasta el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, ofreció a sus médicos e, incluso, la posibilidad que Ortiz fuera tratado en los Estados Unidos, lo que no prosperó por el agravamiento del cuadro.

Ciego a causa de la diabetes y blanco de sus adversarios políticos que percibían el olor de la presa malherida, Ortiz renunció al cargo el 27 de junio de 1942 y su lugar fue ocupado por el vicepresidente Ramón Castillo, con quien había mantenido profundas diferencias en los últimos tiempos.

De hecho, una vez en el poder, Castillo hizo todo lo contrario que venía haciendo su antecesor pero, eso sí, tuvo un gesto humanitario. Ortiz había sido el primer mandatario en ocupar la residencia presidencial adquirida a fines de los años 30, situada en lo que es hoy la sede de la Conferencia Episcopal Argentina, en Suipacha al 1000, y el vice en ejercicio, le permitió seguir habitándola dado su precario estado de salud. Fue allí donde el 15 de julio de 1942, a los 55 años, el “Gordo” iniciaba el viaje para encontrase con María Luisa quien al fin y al cabo, le había anticipado lo que iba a suceder con los dos.

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