Independientemente que haya otras mamás presentes, Lucrecia Seren será hoy el epicentro de la reunión familiar que compartirá en esta oportunidad con seis de sus siete hijas, dado que una reside en el exterior lo cual de ninguna manera significa que vaya a estar del todo ausente en la clásica celebración del Día de la Madre.
Ocurre que Lucrecia, de 79 años que desmiente a fuerza de vitalidad y actitud, ostenta no sólo el título de ser madre de siete hijas sino además de haber significado para esas siete mujeres un faro convertido en un espejo que les devuelve cada día el orgullo de haber incorporado el ejemplo materno.
Es que Alicia, abogada; Mabel, arquitecta; Patricia, médica; Bibiana, licenciada en Educación; Marcela, Daniela, ambas graduadas en Recursos Humanos, y la más chica, Guillermina, especializada en Marketing, forjaron cada una su futuro en el molde de dignidad y tesón concebido por su madre.
La vida de Lucrecia no fue fácil y menos aún tras enviudar a los 47 años, lo que la obligó a hacerse cargo de la parada de diarios que trabajaban con su marido, Serafín Luis Manuel Castro Carou, en la esquina de Corrientes y Julián Alvarez, en Villa Crespo.
“Nací en un conventillo de la calle Villarroel 1047 y ahí aprendí el trabajo duro que no abandoné cuando me casé a los 20 años y con Serafín nos fuimos a vivir a Mataderos, donde pusimos un almacén que se vino a pique porque cerró el frigorífico y en el barrio la gente quedó sin trabajo”, precisó.
Como ya lo hacía de soltera, decidió entonces volver a poner en acción sus manos para coser para afuera y así oxigenar el presupuesto familiar. “Mis hijas más chiquitas -apuntó- nunca tuvieron vestidos nuevos, usaban el de sus hermanas o bien yo destejía los pulóveres, lavaba la lana y lo tejía de nuevo”.
Al morir su padre, Daniel Seren, en 1971, su mamá, Haydée, le cedió la parada de diarios de Corrientes y Julián Alvarez, y como asegura Lucrecia, esa circunstancia operó como el cambio fundamental “para poder salir adelante”.
A sus actividades, a la que le sumó la atención de un quiosco de golosinas cuando vivió en su casa de Aguirre y Fitz Roy, Lucrecia le sumó su condición de mujer de fe que plasmó en 1984 con el acercamiento a la parroquia de la Asunción donde se hizo carismática, dio cursos de catequismo y se convirtió en ministra de Eucaristía.
“En nuestro paso por la vida somos picapedreros de los años y resulta ser que cada vez los picamos más rápido”, afirma a modo de profunda reflexión Lucrecia que desde hace siete años se ha integrado al Centro de Jubilados Nuestra Señora de Buenos Aires, de Caballito, liderado por Stella Maris Pignataro, alguna vez definida como ‘la mamá de los viejitos’.
Allí participa de los encuentros y siempre está dispuesta a tenderle una mano a un abuelo en problemas, ya sea desde acompañarlo ante un momento difícil o acercándole un medicamento a su casa si es que está solo y no se puede trasladar.
Aunque una caída de una escalera que pudo haber sido mortal le complicaron la segunda y tercera vértebra, a la que se le añaden la rotura del manguito rotador del brazo derecho y un infarto de tobillo, Lucrecia sigue plenamente activa. Y ni siquiera puede con ella el dolor en sus manos heredado del desgaste de tanto trabajo. Son esas manos las que hoy estarán recibiendo con las caricias de las hijas, doce nietos y dos bisnietos el reconocimiento a una madre enorme que se siente feliz por haber cumplido con creces con su tarea que sin embargo, lejos está de concluir.
Lucrecia tenía 17 años cuando a raíz de algunas irregularidades ginecológicas, decidió hacer una consulta con un profesional que le dio un diagnóstico devastador que, como se encargó el tiempo de demostrar, estaba totalmente errado. Sin embargo, aún le retumba en los oídos el duro dictamen del médico que con vos sombría le disparó: “Señorita, usted no va a poder tener hijos”.
Cuando se puso de novia con Serafín, su padre le dijo: Este muchacho que piensa casarse con vos, tiene que saber lo que te dijo el médico”, y fue su progenitor quien puso la cara para explicar lo que ocurría.
La respuesta de Serafín demostró su entereza galaica y el enorme amor que sentía por Lucrecia. “Mire Don Daniel, nosotros nos queremos y si no podemos tener hijos, en ese caso adoptaremos”, puntualizó el joven enamorado. De allí en más, ante cada embarazo que compartió con Lucrecia, su padre solía decir: “Si vuelvo a encontrar a ese médico, lo mato”.
Por ser séptima hija, a Guillermina Mariana, nacida en marzo de 1979, le correspondió el reconocimiento de ser ahijada presidencial. Eso significó que el entonces presidente de facto Jorge Rafael Videla se convirtiera en su padrino. Para entonces, hacía cinco años que el decreto 848 establecía tanto para el séptimo vástago de una familia, fuera varón o mujer, esa posibilidad y fue así que Lucrecia, su marido y las chicas más grandes aceptaron sin mucha efusividad la situación que quedó plasmada con la medalla y el diploma correspondiente de los que hizo entrega el entonces edecán presidencial, vicecomodoro Gallo. Lo cierto es que más allá de la poca afinidad para con el acto administrativo, Guillermina fue notando que ser ahijada presidencial no tenía en la práctica afectiva ningún tipo de beneficio y así, con candor infantil, buscó la forma de resolver el problema. Lucrecia rememora con una sonrisa la tierna expresión de su hija menor cuando le decía “mamá, yo quiero tener un padrino” y fue entre toda la familia cómo surgió la solución. La primera opción fue un noviecito de Bibiana, que para entonces era adolescente. Pero el noviazgo se derrumbó y otra vez la chiquita quedó en banda.
Finalmente fue Javier, el marido de la mayor de las hermanas, Alicia, el que aceptó la responsabilidad y salió al toro del padrinazgo con el solo objetivo de darle felicidad a su pequeña cuñada, pero por sobre todo, su impensada ahijada.