La licencia por un día y medio que les dio Jorge Sampaoli a los jugadores de la Selección y la imagen de Cristian Ansaldi con su pareja en un jacuzzi generaron una respuesta reaccionaria de varios sectores de la sociedad, incluyendo al universo mediático. Esa mirada autoritaria que plantea al encierro como una verdadera caja de seguridad que protege al plantel, denuncia en realidad una idea que abreva en la moralina y en el paternalismo verticalista.

Más allá de la oportuna y razonable decisión de los jugadores y del cuerpo técnico de la Selección de exigir (pese a las presiones) la suspensión del partido Israel-Argentina que debía disputarse en Jerusalén este sábado en medio de un conflicto social, territorial y bélico que mantiene Israel con Palestina y de enorme influencia en la agenda política mundial, vamos a detenernos en un episodio menor pero significativo de la intimidad del plantel argentino y del tratamiento sinuoso que recibió.

Nos estamos refiriendo a las 36 horas libres que disfrutaron los jugadores de la Selección desde el mediodía del último domingo hasta la mañana del martes y la imagen de Cristian Ansaldi con su esposa Lucila Ahumada en un jacuzzi. Esos dos hechos despertaron el pensamiento reaccionario de sectores variopintos de la sociedad argentina, siempre sensibles a mensajes de corte autoritario.

Hubo sorpresa, rechazo y también rasgos de indignación por la medida que dispuso Jorge Sampaoli en la inminencia del Mundial. ¿Qué se le cuestionó al entrenador argentino? Falta de rigor. Ausencia de disciplina. Relajamiento. Desidia. Y otras pavadas por el estilo que van en la misma dirección y que por supuesto no atienden ni se conmueven ante situaciones realmente graves que trascienden al fútbol.

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Sampaoli no hizo nada extraordinario. Ni fue una novedad absoluta en el mundo del fútbol. Aquella Holanda revolucionaria de 1974 que dirigía Rinus Michels y conducía dentro del campo, Johan Cruyff, hace ya 44 años, había impuesto un régimen de entrenamientos y concentración con amplias libertades para los jugadores, quienes podían compartir las horas libres con sus parejas.

Esa modalidad también revolucionaria no logró extenderse a pesar de las décadas transcurridas. El encierro de los jugadores fue en general la opción casi excluyente que se utilizó en la aldea del fútbol para proteger la intimidad y el trabajo específico de los protagonistas.

Cuando en España 82, la Selección que lideraba el Flaco Menotti, fue encontrando mayores espacios de libertad en la concentración y Argentina se despidió prematuramente del Mundial por las derrotas ante Italia y Brasil en segunda ronda, se descargó sobre la figura del técnico una catarata de críticas y reclamos por cierta liviandad para controlar los movimientos de los jugadores en las horas libres. Poco menos que se llegó a decir y escribir que la Selección no repitió las producciones consagratorias de 1978 por no haber diseñado Menotti y su cuerpo técnico la estrategia reivindicada del encierro profesional.

Esta simplificación oportunista y falsa que no atendía el tema central de la merma futbolística (la caída en los rendimientos individuales que se venía anunciando desde el Mundialito de Uruguay en enero de 1981, cuando Argentina enfrentó a Alemania y Brasil), puso en primer plano un factor totalmente secundario pero muy vendedor y permeable a la imaginación de los consumidores de noticias teñidas de amarillo.

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Hoy, ese mismo tejido sinuoso y degradado que en el 82 intentó explicar lo que le había pasado a la Selección, reaparece con otros intérpretes mediáticos y hasta quizás con otros contenidos. Pero en esencia es el mismo. Es la representación típica de la mediocridad naturalizada. Es la frase de ocasión que se desvanece en los lugares comunes más vulgares. Es, en definitiva, la expresión del modelo reaccionario (y con altas dosis de moralina) recibido con agrado por distintos sectores de la sociedad, funcionales a las estupideces.

La idea primitiva de que el hombre rinde más si se le imponen condiciones más duras y más inflexibles o rígidas es la idea que estrangula la posibilidad del autocontrol y la autodisciplina. Es la idea del paternalismo verticalista. Y del sometimiento organizado que subliman las elites. Sampaoli no parece cultivar aires revolucionarios, aunque respire cierta poesía existencial del rock suburbano. Pero no es un soldadito de plomo que repite consignas vacías despojadas del contexto.

Ese día y medio de licencia a los jugadores de la Selección no admite cuestionamientos serios. Eso sí, admite una sola cosa: una mirada mucho más amplia. Y menos quemada por los prejuicios.

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