El mito no pierde fuerza. Evita sigue siendo un símbolo de lucha, una inspiración para las clases trabajadoras y una ofensa para la oligarquía conservadora. Fanáticos y detractores, todos se encargan de mantenerla viva

Su temprana muerte la mantuvo intacta. Como todo ícono popular que se va antes de tiempo, desde Mozart hasta Ernesto Che Guevara: ella siempre está esplendorosa en el imaginario colectivo. Ese perfil inconfundible se grabó en el corazón del pueblo, se tatúa en cuerpos y se estampa en banderas, remeras, cuadros, amuletos y carteles para atraer comensales. Y, por supuesto que también en ese billete que cada día vale menos y perderá mucho más cuando la taruca reemplace por completo a la mujer argentina más importante del Siglo XX. Pero el incuestionable atractivo de su imagen no la relativiza ni la convierte en un souvenir. Esa mujer –como le diría el coronel a Rodolfo Walsh-, a quien ni siquiera es necesario mencionar, representa lo mismo que llevó a muchos a tratarla como su mesías.

En el centenario de su nacimiento, el mito está más vivo que nunca. María Eva Duarte de Perón es un símbolo de esperanza, una inspiración para no resignar las ambiciones. No hay gobiernos, historiadores, novelistas, guionistas o discusiones en sobremesas familiares que hayan logrado eso que buscó el cáncer. Y es que en sus intentos de desmitificarla o erradicarla con persecuciones metafísicas, sólo agigantaron más el fenómeno. Quizás el paso del tiempo se encargó de sacarle esa condición de diosa pagana a la cual rezarle en un altar con fotos arrancadas de revistas, pero ahora es algo mucho más cercano: una joven que le puso el cuerpo a políticas transformadoras. Con sus errores y sus vanidades –que no son esas que aún estremecen a la oligarquía-, como todo gran personaje de la historia universal.

“Eva era y sigue siendo todo: en la Argentina es todavía la Cenicienta de las telenovelas, la nostalgia de haber sido lo que nunca fuimos, la mujer del látigo, la madre celestial. Afuera es el poder, la muerta joven, la hiena compasiva que desde los balcones del más allá declama: No llores por mí Argentina”, escribió Tomás Eloy Martínez.

Pero aún con lo aproximada de esta caracterización, su descripción pertenece al año de su publicación (1997). En las últimas décadas, alimentada un poco por el kirchnerismo y los cambios culturales, la figura de Evita se enalteció. Para los más jóvenes, se trata de una bastarda humilde que se animó a volcar sus ambiciones políticas en ámbitos machistas y nunca se arrodilló ante ninguna institución. Como diría José Pablo Feinmann, también es la responsable de acercar a Juan Domingo al pueblo y alejarlo de los cuarteles.

Sus detractores se seguirán apoyando en que la leyenda de Evita se escribió y se construyó desde el poder. Pero el amor no se puede imponer con una “mentira oficial” ni mucho menos trascender como lo ha hecho. Esa mujer enamoró a los descamisados por virtudes propias que mantienen el idilio con nuevas generaciones que se siguen aferrando a sus principios. Y es que cada vez que se revindican luchas al grito de “si Evita viviera”, lo que se está haciendo es no dejarla morir. “Volveré y seré millones”, dijo. Y cumplió.

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