Cuando Lorena dio a luz y vio a su hijo, Iván, enseguida se dio cuenta de que algo no andaba bien. Su peregrinaje por distintos especialistas hasta llegar a la confirmación y el posterior diagnóstico que pudo prevenir daños irreversibles

Hace diez años, Lorena dio a luz a Iván, su segundo hijo. Como muchas madres, lo primero que hizo al verlo fue contarle los dedos de las manos, de los pies. Lo puso junto a su pecho y lo recorrió íntegro con sus ojos. Y en ese momento, notó algo extraño. Su cabeza era distinta, los brazos eran largos. Había algo en él que le parecía “raro”. De inmediato se lo consultó al pediatra, pero el especialista la tranquilizó y le dijo que todo era normal; que todo estaba bien.

Los meses pasaron, los controles médicos iban sucediéndose y les daban la razón a los facultativos. Sin embargo, Lorena insistía. Ella sentía, con esa percepción infalible de madre, que había algo más que nadie veía.

“Al año y medio abrieron los ojos porque Iván no caminaba solo. Pasamos por distintos especialistas. Un traumatólogo, un neumonólogo”, recuerda la madre. Y entre placas, análisis y demás estudios, la respuesta a su inquietud parecía no llegar.

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A los dos años, decidió llevar a Iván a un genetista. El médico tomó en cuenta lo que le dijo la mamá y, también sospechó que algo podía estar sucediendo. Por eso, decidió hacerle un test de gota de sangre en papel filtro y llevarlo desde Bahía Blanca, donde es oriunda Lorena, hacia la Ciudad de Buenos Aires. Los resultados le dieron la razón a ambos: Iván tenía mucopolisacaridosis (MPS), un grupo de afecciones genéticas, que forman parte de las enfermedades poco frecuentes, causadas por la ausencia o deficiencia de enzimas específicas en el organismo, que hace que el cuerpo no pueda desechar residuos y los almacene en las células. Esto puede causar un daño progresivo en todo el cuerpo, que puede repercutir en los huesos, articulaciones, en el sistema respiratorio, nervioso y hasta en el mismo corazón.

Recién a los tres años, comenzó a recibir tratamiento, que consiste en aplicarse una enzima por vía endovenosa todas las semanas, durante cuatro horas. “Iván ya está acostumbrado. Él lo toma como algo normal”, relata su mamá.

Gracias a la insistencia de Lorena y a la sospecha del médico, Iván pudo ser diagnosticado y tratado a tiempo. Va a una escuela normal, comparte mucho tiempo con su hermano, Nicolás, y con sus amigos. “Vivir día a día con Iván, con su enfermedad y tratamientos ya es algo normal. Si no tuviéramos esta rutina, no sé qué haríamos. No podría ver a Iván en otra persona: es parte nuestra y no lo cambio por nada. Es un nene muy feliz”, concluyó su mamá.

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