Las decisiones de la vida cotidiana nos parecen fáciles y sencillas, especialmente, si las comparamos con decisiones abstractas como calcular números primos o resolver una ecuación diferencial. Sin embargo, tomar decisiones simples(como elegir cómo vestirse) o complejas (como decidir dónde vivir) implica un alto grado de incertidumbre y requiere de aprendizajes sociales muy sofisticados.
A la hora de decidir, los seres humanos hacemos uso del sentido común, que nos indica cómo comportarnos en determinadas situaciones. Además, nos guiamos por claves emocionales que nos orientan, muchas veces de forma totalmente inconsciente.
Si no usáramos la información emocional (que nos habla de la relevancia de una decisión) y el sentido común (que nos ayuda a tomar decisiones de acuerdo con el contexto), la cantidad de información que nuestro cerebro debería evaluar resultaría excesivamente trabajosa y lenta, inadecuada para nuestros contextos rápidos y cambiantes.
Por ello, el cerebro utiliza atajos en la toma de decisiones. Así, elige adaptativamente la información saliente y relevante del conjunto de datos que se nos presenta en una situación.
Múltiples estudios han evidenciado que tenemos una racionalidad contextual, guiada por atajos emocionales y que esta estrategia es la más adecuada para tomar decisiones. En un mundo que no se comporta como un sistema lógico en el que se pueda predecir la mejor decisión en base a una estadística probabilística, nuestra mente depende de la acción situada, corporizada y afectiva.
Pensemos un ejemplo: a una persona le resultaría muy difícil resolver en abstracto un cálculo de optimización de valores múltiples; sin embargo, cuando esta persona va a un supermercado y hace las compras del mes, su conducta puede presentar altos estándares de optimización de la relación calidad-precio tan efectivos como los que habría resuelto en un proceso computacional de probabilidades.
A la hora de decidir también podemos anticiparnos a los errores. En investigaciones se evidenció que en tareas simples de decisión se activan áreas anteriores del cerebro en conjunto con ciertos neurotransmisores que funcionan como un proceso de aprendizaje contextual en base a equivocaciones cometidas. Utilizamos este aprendizaje en situaciones similares para prevenir errores. Este monitoreo no es reflexivo y está presente antes de que seamos conscientes de la decisión que tomaremos instantes después.
Como vemos, nuestro cerebro toma decisiones cotidianas a partir de las emociones y el sentido común, además, aprende del pasado y tiende a anticipar posibles situaciones en las que se pueden evitar volver a cometer errores. Un complejo sistema para que no tengamos traspiés o, al menos, para intentar no tropezar dos veces con la misma piedra.
Facundo Maneses neurólogo y neurocientífico. Presidente de la Fundación INECO