En los tiempos actuales del hombre líquido que va y viene sin saber muy bien que destino elegir y que idea abrazar, José Omar Pastoriza supo expresar al hombre sólido. Vivió en esa frecuencia. En la que transitan los tipos que no pasan por la vida tomando un te tibio. Nada de tibiezas. Tampoco de pavadas consagradas al exhibicionismo hoy tan celebradas.
El Pato murió aquel lunes 2 de agosto de hace 14 años. Y dejó esa estela. Una estela intransferible. No porque haya sido un hombre inmaculado y perfecto. No lo fue. ¿Pero quién lo es? Nadie, aunque más de uno desde distintos lugares peores o mejores intente fulminar la influencia de la contradicción.
La contradicción es nada menos lo que devuelve el espejo. Es lo que uno dice y lo que uno después hace. O no hace. Esa batalla diaria que parece invisible pero que no lo es, tiene ganadores y perdedores. El Pato, en general, ganó. No se regaló. No se vendió. No careteó para quedar bien con los factores de poder que están fuera de AFA y adentro de AFA. Y pagó. Claro que pagó. Tuvo que pagar un precio.
Estuvo prohibido durante varios años el Pato en el fútbol argentino. Por eso en repetidas etapas se fue postergando su último regreso a Independiente que se concretó en enero de 2004. Hasta que volvió sin resentimientos y se despidió a los 62 años pocos meses después de haber arribado.
¿Qué tenía ese tipo que fue estupendo jugador, sindicalista sin dobleces (dirigió Futbolistas Argentinos Agremiados en los 70 y paró el fútbol en noviembre del 71 en plena dictadura militar de Alejandro Agustín Lanusse) y entrenador que denunciaba autoridad sin ser autoritario? Tenía algo que siempre lo distinguió en la bonanza y en la adversidad: calidad humana.
Quizás le faltaba biblioteca, pero le sobraba sensibilidad para interpretar las cosas de la vida y del fútbol. La sensibilidad no pasa por derramar lágrimas urgentes, en público o en privado, por la muerte de un lobito marino en Ushuaia. Pasa por entender lo que se ve y lo que se oculta. Lo que se dice y lo que se adhiere a las paredes del silencio.
Esa dimensión virtuosa de la sensibilidad alejada del marketing y de la superficialidad es la auténtica vanguardia. Creía el Pato que hablando claro no había demasiado margen para confundirse. El hablaba claro. Admiraba a Perón y a Evita, sin necesidad de citarlos en cualquier circunstancia para revelar el contenido de su ideología, que por supuesto contemplaba una solidaridad efectiva y sin versos.
El ambiente del fútbol (en especial, amplios sectores reaccionarios de la prensa argentina) siempre lo miró con desconfianza. Y más de un periodista, de esos que hoy están aquí agitando los trapos y mañana en la vereda de enfrente pintando consignas en las paredes del vecino, lo subestimó cuando ejerció como técnico y en Independiente ganó todo lo que podía ganar en el plano nacional e internacional, planteando que su gran mérito era “hacer buenos asados” para lograr una empatía con el plantel.
No se puso el Pato a la altura de semejante estupidez. Conocía también en otros terrenos el paño de la calumnia y la difamación organizada. Conocía la mirada sinuosa del alcahuete y del que iba de frente. No intimidaba su presencia. Pero no era una presencia light. No pasaba desapercibido. Ni para los jugadores, ni para los dirigentes, ni para los periodistas, ni para los hinchas.
Contaba y explicaba lo que quería contar y explicar. No iba más allá. No entraba en el conventillo. No lo seducía la franela. Ni la hoy reivindicada venta de humo. No tiraba frases oportunistas para la tribuna. Respaldaba al que consideraba que tenía que respaldar. Y si llegado el caso sentía que lo querían apurar mal adentro o afuera de la cancha, tomaba decisiones.
El Pato es muy probable que haya sido el emergente de un tiempo. De un clima de época. De un fútbol y de una sociedad que no iba para donde calentara el sol y soplara el viento. El estaba parado en un lugar. Como tantos otros en otros contextos. Y no claudicó. Por eso el recuerdo no se apaga.