Después de la injusta caída de River en la final de la Copa Libertadores, algunos sectores del ambiente pretendieron interpelar al entrenador para que defina cuanto antes sus pasos inmediatos, mientras planteaban, con oportunismo, que la derrota podía atarse a viejos episodios del pasado, debilitando su conducción.

El ambiente del fútbol argentino busca definiciones fuertes de Marcelo Gallardo. Quiere el impacto. Definiciones respecto a su futuro. A lo que hará o dejará de hacer el año que viene. Si continúa en River (lo más probable) o si se despide de River.

Gallardo, por su parte, desalienta con un tono sin estridencias la posibilidad de protagonizar un gran título periodístico. No lo necesita. La prensa no puede imponerle sus tiempos y sus demandas. Por el contrario: él impone sus tiempos y sus pausas. Lo bien que hace. Por eso sostiene que no tiene para ofrecer anuncios importantes, más allá de comentar los desarrollos de los partidos, en función de las decisiones que toma.

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En definitiva, no vende espejitos Gallardo. No dice pavadas, como muchos de sus colegas, tan sensibles a la demagogia y a la lágrima fácil. Y si advierte, como lo podría advertir cualquiera, que sectores de la colonia mediática quieren dramatizar hasta la frontera del absurdo la caída frente al Flamengo en la final de la Copa Libertadores, él le baja el tono y la temperatura a esa búsqueda plagada de contenidos oportunistas y mediocres.

Aquellos que describen la derrota de River ante el Fla como una gallineada histórica, similar a la que padeció en la final de la Libertadores frente a Peñarol en 1966 (ganaba 2-0 y perdió 4-2) o patentar esta frustración como un gran fracaso, en realidad expresan la debilidad estructural que viene erosionando la credibilidad del ambiente, jaqueada por un cambalache reaccionario que se va profundizando.

River no es una maravilla. El Muñeco Gallardo tampoco. Este River que conduce desde julio de 2014 no acredita un funcionamiento extraordinario. Pero de ahí a revelar que River cayó en Lima el sábado 23 de noviembre por errores estratégicos imperdonables y por una respuesta colectiva desenfocada de las circunstancias, se inscribe en la naturaleza de una mirada con una altísima cuota de resentimiento.

¿De dónde proviene ese núcleo duro de resentimiento tan extendido? En especial, de los que perdieron a manos de River. De las víctimas de River. De los rivales que River fue dejando por el camino. Cuando hablamos de rivales, hablamos también de los que comunican con la camiseta puesta. Con una camiseta o con otra. Todos queremos una camiseta. El tema es cuando nos cobija esa memoria y cuando preferimos no guardarla para protagonizar el show de las chicanas y de los gritos.

Este River al que en esta plataforma criticamos sin tibiezas el 11 de noviembre (Gallardo: el patrimonio y las dudas), encuentra como siempre encuentran los equipos ganadores que dejan un sello propio y heridas ajenas, rechazos muy vehementes de aquellos que sufrieron su presencia.

Seguramente por eso, el inefable Juan Carlos Crespi, candidato a vicepresidente por la lista oficialista de Boca que encabeza Christian Gribaudo, vociferó hace pocos días en un acto de campaña unas palabras lamentables que delatan sus primitivos recursos políticos, celebrados por los obsecuentes de turno: “Ojalá que las gallinas se pongan contentas si seguimos nosotros, porque el año que viene les vamos a romper el culo”.

¿Qué hicieron River y Gallardo para provocar semejante reacción? En general, ganó jugando mejor que su adversario. Y la cosecha de enemigos se fue ampliando año tras año. Se esperaba con una angustia indisimulable que River se estrellara contra las calidades que mostraba Flamengo. Y no se estrelló. Siendo superior en defensa y en ataque a un buen equipo brasileño, en los cinco minutos finales se quedó con las manos vacías.

Y fue el tiempo de una revancha muy sui generis para varios postergados. De una revancha emocional. No reflexiva. No fundamentada. Sin argumentos convincentes, quisieron descubrirle a River y a Gallardo flaquezas y debilidades anímicas y futbolísticas que no se advirtieron.

Por ese desfiladero aparecieron las consignas y las explicaciones sinuosas recordando viejas etapas de River, cuando quería y no podía levantar la Copa Libertadores, hasta que la conquistó por primera vez en 1986.

Los flechazos no alteraron la serenidad de Gallardo ni la actitud dominante del equipo, expuesta también en el 3-2 a Newell’s en Rosario, luego de estar 2-0 abajo. Es más: esos flechazos dejaron en evidencia que las cicatrices de amplios sectores del ambiente están muy lejos de cerrarse. Y que la resiliencia de Gallardo no admite debates.

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