Superado el primer temblor por las declaraciones de Maradona sobre las flaquezas de Messi, queda en pie observar al autor de esas reflexiones. Las heridas imposibles de cerrar. La marca registrada de Diego

Cualquiera que frecuente la aldea del fútbol o que transite por otros escenarios muy alejados del fútbol, sabe desde hace décadas que Maradona nunca anduvo con vueltas ni elegancias a la hora de declarar. Que siempre cultivó todos los tonos políticamente incorrectos. Que no fue ni es un hombre sensible a ninguna diplomacia. Que es inoportuno en un mundo saturado de oportunistas.

Se hizo así. Se construyó así. Funcionó durante su carrera como jugador y como técnico más allá de cualquier convencionalismo que suele atrapar a todos. Menos a él. Nadie desconoce estas particularidades. Ni los periodistas, ni los hinchas, ni los dirigentes, ni sus compañeros de equipo o de Selección, ni los técnicos que lo entrenaron. El ambiente del fútbol mundial no ignora que Diego habla sin ninguna mordaza. O con muy pocas. Por eso más de uno le teme a su incontinencia verbal. Y a sus brutales ataques de sinceridad que abarcaron y abarcan a todo el paisaje de la sociedad contemporánea.

¿Quién es Maradona para decir lo que dice de Fulano o de Mengano sin reparar demasiado en las formas? Esta pregunta se viene formulando sin solución de continuidad desde que comenzaron a dispararse sus opiniones más o menos valiosas. O más o menos mediocres.

¿Qué autoridad moral y ética tiene Maradona para enfrentar un micrófono, una cámara y expresar sus interpretaciones futbolísticas, económicas y políticas, aunque generen grandes rechazos? Es otra de las preguntas de muy vieja data que se instalaron en los medios y en las distintas audiencias.

La respuesta quizás se nutre de la libertad sin permisos que ejerce Maradona. En el marco de esa libertad considerada en muchísimas oportunidades un agravio al buen gusto, a los códigos, a las buenas costumbres y a las reglas no escritas de la convivencia, él planteó las debilidades de Messi cuando afirmó entre otros conceptos que “no puede ser caudillo alguien que antes de un partido va veinte veces al baño”.

Lo dirigió Maradona a Messi en las Eliminatorias para Sudáfrica 2010 y en el desarrollo del Mundial. Lo conoce del día a día. Como Messi conoce a Diego en el día a día. Se repite en los pasillos del fútbol de todos los tiempos que destapar episodios de vestuario es un auténtico sacrilegio. Que lo mejor es sepultar las miserias. O las flaquezas. O las claudicaciones. O las peleas. O las agachadas inconfesables.

También se reitera que Diego camina por arriba de esos preceptos con naturalidad. Como si él no se sintiera representado por esas normas. Y por esa conducta. La realidad es que Maradona nunca se encuadró en un territorio que lo limitara. Casi una metáfora de su juego. Creó su propio espacio creativo, casi sin equivalencias, salvo con Pelé. Y hasta diseñó en la cumbre su propia autodestrucción.

En esa batalla existencial ganó y perdió todos los días. Y esta dinámica no va a detenerse. Habría que reconfirmar que la espontaneidad incontrolable de Diego forma parte de su marca registrada. De su esencia a la que nunca pretendió gambetear. Es verdad que lo hirió a Messi. Porque lo que declaró hiere. Deja cicatrices que nunca terminan de cerrarse.

Seguramente lo que explicó Diego en México es lo que siempre pensó. Y no se atrevió a comentar. Ese pensamiento que manifestó sobre Messi no tiene vuelta atrás. La hipocresía de amplios sectores del ambiente tampoco. Maradona, en definitiva, reveló lo que el ambiente prefería que se mantuviera invisibilizado. Ese fue su pecado. Hablar de lo que le consta.

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