En 1881 el navío inglés Ellen Austin navegaba en día calmo y con cielo claro por las aguas del Atlántico, allí donde a muchos miles de metros de profundidad puede estar durmiendo su misterio la cultura atlante.
En esas circunstancias se observa que hay otro barco navegando a no demasiada distancia. Como si alguien lo guiara, da la impresión de seguir un rumbo predeterminado. Todo normal, entonces.
El capitán del Ellen Austin, de acuerdo con las costumbres del mar, da las órdenes para que se hagan las señales de saludo con las banderas. Desde el otro barco no hay respuesta. Insisten. El silencio continúa.
Es evidente que algo sucede. Se destina un par de botes con varios hombres para efectuar el abordaje. No hay un solo tripulante en el velero desconocido. Todos han desaparecido.
Está por anochecer. Queda un grupo con la misión de conducir al buque fantasma hasta San Juan de Terranova, destino del Ellen Austin. Por derecho del mar, el barco encontrado a la deriva pertenece a esos marinos que lo llevan a puerto seguro.
Anocheció. Ni siquiera se pudo tomar nota del nombre y nacionalidad de la embarcación. Tan rápidamente debieron hacerse los preparativos. El tiempo brumoso y la oscuridad marítima de la noche sin Luna hacen que ambas naves pierdan el contacto visual.
Durante unos días tampoco habrán de verse. Es evidente que el barco desconocido lleva otro rumbo. Quizá sus improvisados tripulantes tratan de acortar camino. Al fin, vuelven a encontrarse. Allí se acerca con el velamen desplegado, henchido por el viento que, pasados los períodos de niebla, arrastra solamente a unas cuantas nubes blancas y filamentosas.
El Ellen Austin hace señales. El capitán quiere saber qué ocurre. ¿Qué rumbo habían fijado?
Nuevamente, como cuando lo encontraron, nadie responde. El Ellen Austin vuelve a acercarse al extraño navío, otra vez transformado en silenciosa tumba. Todos observan desde pocos metros la cubierta de aquella masa de madera que, ahora, se les antoja putrefacta y monstruosa.
El barco fantasma está vacío nuevamente. Los hombres del Ellen Austin que habían quedado para llevarlo a puerto desaparecieron también. Como si se hubieran disuelto entre los bancos de niebla.
Los tripulantes que observan desde el navío inglés, con años de experiencia y sufrimientos, se hacen fácil presa del pánico. Son humanos, al fin. Y temen a lo desconocido e inexplicable.
Ningún otro grupo de salvataje fue comisionado. Nadie habría aceptado ir a lo que parecía una muerte segura. Al menos, un seguro pasaporte a la desaparición.
El Ellen Austin se alejó presuroso, dejando a la deriva a esa nave que parecía propiedad de una mente diabólica y desconocida. En el libro de bitácora, esa noche el capitán anotó lo sucedido.
Desde entonces, mucho se discutió al respecto. Los hombres que piloteaban el barco inglés no tenían por qué mentir. Los problemas iban a ser más que los nulos beneficios que pudiera reportarles contar lo ocurrido. Igual lo hicieron. Y debieron someterse a largos interrogatorios que, claro está, no aportaron nada nuevo. Ni el nombre, ni la procedencia del barco pudieron ser fijadas jamás por el Almirantazgo Británico. Todo concluyó entre las mismas brumas en que había empezado.
He leído por allí que embarcaciones como éstas podrían ser barcos señuelo. O sea, parecen estar a la deriva pero, en realidad, son guiados por una mente no humana (recordemos que el Ellen Austin ve acercarse al barco desconocido como si, efectivamente, estuviera siendo diestramente timoneado). ¿Extraterrestres? No necesariamente.
El notable periodista, investigador y escritor Alejandro Vignati me dijo –hace de este 40 años– que estaba convencido de que los océanos están en una guerra secreta. Jacques Bergier –coautor de “El retorno de los brujos”– afirmaba lo mismo y hasta publicó un libro con el título “Guerra secreta bajos los océanos.”
Vignatti me dijo que las profundidades marítimas se hallan habitadas por seres pensantes, desinteresados de todo contacto con nosotros (pone el caso de los ovnis y todas las explicaciones que se dan sobre su no contacto oficial con nosotros, los humanos, en una cultura submarina. Síntesis: traslada la cuestión del Cosmos al fondo del mar.)
¿Sería, entonces, una trampa puesta por estos seres abismales? También me resulta demasiado fantástico. Será por eso que me atrae.
La cuestión es que tenemos infinidad de pruebas sobre la existencia de objetos voladores no identificados y ninguna de la presencia de una cultura inteligente habitando los mares.
¿Con qué se encontró el Ellen Austin? ¿Era verdaderamente una trampa preparada, o los hombres que lo guiaban fueron víctimas de una reiterada casualidad? No creo en la casualidad. Todo tiene un porqué. Y aquí la única respuesta es que algo hizo desaparecer a ambas tripulaciones. Si es que alguna vez existió una tripulación original...
Porque si en verdad era un buque trampa (cualquiera fuera su origen), jamás salió de puerto conocido alguno. ¿O ese alguien atrapó a los primitivos tripulantes y adaptó la nave para engañar a otros barcos?
Como sea, a casi siglo y medio de aquellos acontecimientos, continúa la pregunta: ¿Con qué fue que se topó la tripulación del Ellen Austin?
Antonio Las Heras es doctor en Psicología Social, parapsicólogo y escritor. Autor de “OVNIS, los documentos secretos de los astronautas.” www.antoniolasheras.com
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