Más de 800 mil personas fueron desplazadas en Idlib, en el noroeste sirio, en los últimos dos meses, producto de la ofensiva de Al Asad para anular el último foco rebelde que queda de la guerra civil que se desató en 2011 

La guerra civil en Siria va camino a cumplir una década, y si bien en los últimos meses había evidenciado cierta estabilidad, en la que volvía a tomar las riendas el gobierno central de Bashar Al Asad, un conflicto fronterizo con Turquía que recrudeció en un puñado de días reaviva el fuego y genera discordia, especialmente por la crisis humanitaria en la región, donde hay cerca de un millón de desplazados que no encuentran su rumbo y esperan una solución mientras las muertes se acumulan.

Aquel enfrentamiento que empezó en 2011 entre el Gobierno y un bloque opositor, producto de la denominada Primavera Árabe -que tuvo puntos de relevancia en distintas partes de Medio Oriente-, mostró en territorio sirio su faceta más cruda, pues se desató un drama tal que propició, con el correr de los años, la participación de distintas potencias mundiales, ya que consideraban a esa zona vital para sus propias aspiraciones estratégicas.

Entre ellas, la que más se involucró fue Rusia, de alianza consolidada con Al Asad desde los tiempos en que el que comandaba en Damasco era Hafez, el padre del actual mandatario. Y por eso no extrañó que, cuando su figura flaqueó, perdiendo batalla tras batalla, en Moscú salieran a escena para sostenerlo en el poder y evitar su dimisión, a toda costa. Hubo apoyo logístico y también ciertos controles laxos que posibilitaron ataques a civiles, algo que fomentó la recuperación hasta casi anular por completo a los grupos rebeldes, muchos de ellos con vínculos con el fundamentalismo islámico.

Así es como el único bastión opositor que queda en pie es el de Idlib, una ciudad al noroeste de Siria, cercana a la frontera con Turquía, donde está afincado un grupo de militantes del frente Hayat Tahrir al Sham, una ramificación de lo que fue en su momento Al Qaeda y que significó un foco de trascendencia en la época en la que estaba establecido el ISIS.

Cada embate sobre ese espacio por parte de Al Asad y sus aliados genera una crisis mayúscula con la consiguiente inmigración descontrolada, algo que Ankara, a sus puertas, observa con mucha preocupación. Ese motivo fue uno de los argumentos más utilizados por su presidente, Recep Erdogan, para sumarse a la contienda, más aún a sabiendas que es un elemento de importancia en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), siendo el tapón que Europa considera necesario para evitar una llegada masiva de refugiados a sus países.

De hecho, los números son elocuentes: desde diciembre a febrero, cuando Damasco empezó con los ataques más fuertes rumbo Idlib, más de 800 mil personas debieron abandonar sus casas y emprender un viaje en busca de un destino seguro, siendo Turquía el principal salvoconducto. De esa cifra, para colmo, el 60 por ciento son menores, todo enmarcado en uno de los inviernos más fríos de los últimos años.

Amparándose en los acuerdos de Sochi, que se estipularon entre Erdogan y Vladimir Putin, en 2018, Ankara salió en defensa de ese territorio que administra y por el cual, en principio, se debía construir una especie de zona desmilitarizada, con el aval de las dos partes. Esa acta hoy está resquebrajada y por eso la opción que se barajó fue la de las armas.

Turquía, entonces, en los últimos días envió una serie de convoys a la región fronteriza, donde posee una barrera a modo de puestos de observación, que en su momento sirvió para disuadir. Y el fuego cruzado ganó protagonismo: ataques de menor y mayor envergadura se sostuvieron en el terreno y encendieron las alarmas a kilómetros de distancia, alzando la voz distintos líderes mundiales para pedir calma en una región de por sí convulsionada.

Solapadamente, por lo pronto, Estados Unidos juega sus fichas, y le brinda un guiño a Erdogan, de relación bastante fluida con Donald Trump, el presidente norteamericano. Por caso, tomó la palabra James Jeffrey, el enviado diplomático a la zona, aclarando que "los soldados turcos tienen derecho a defenderse en Idlib". La relevancia como pieza de la OTAN hace de Turquía un elemento al que Washington no le suelta la mano, y más si el enfrentamiento tiene delante a dos históricos rivales como el propio Rusia e Irán, otro aliado del gobierno sirio.

El drama, de momento, no parece frenar, y más bien evidencia cierta escalada, más allá de los intentos esporádicos de algunas conversaciones, con Moscú como garante, para evitar un mayor derramamiento de sangre, como el reciente convite entre los ministros de Exteriores Sergei Lavror y Mehmet Cavuçoglu, que se reunieron en busca de posibles soluciones y ya pactaron nuevas charlas la próxima semana.

Es que la crisis humanitaria se consolida y cada vez son más las personas que no tienen un destino dónde refugiarse. La guerra recrudece y en todo el mundo están atentos para un devenir que, una década después, es aún más incierto.

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