El dictamen llegó tras intensas negociaciones con bloques dialoguistas, que aceptaron acompañar el proyecto a cambio de modificaciones.

En una jornada atravesada por la protesta sindical y la tensión política por el futuro del Presupuesto, el Gobierno consiguió un tibio triunfo en el Senado: logro dictamen de Comisión para el proyecto de Ley de Reforma Laboral, aunque tuvo que aceptar que el debate sobre este proyecto fundamental para el gobierno de Javier Milei pase para febrero. La jugada fue encabezada por Patricia Bullrich, que consiguió el respaldo necesario a cambio de postergar el tratamiento del proyecto para ganar tiempo mientras analizan introducir cambios en la iniciativa original.

El dictamen llegó tras intensas negociaciones con bloques dialoguistas, que aceptaron acompañar el proyecto a cambio de modificaciones puntuales, especialmente en los capítulos más sensibles vinculados a indemnizaciones, período de prueba y el rol de los convenios colectivos. El oficialismo celebró el avance como una señal de gobernabilidad, aunque sabe que el verdadero desafío recién empieza cuando el texto llegue al recinto en un clima político todavía enrarecido, lo que ocurrirá durante el periodo de sesiones extraordinarias de febrero.

La decisión de llevar el debate a febrero no fue casual. En la Casa Rosada admiten que el contexto actual no garantiza los votos suficientes y que forzar la discusión ahora podría derivar en una derrota legislativa. Además, el Gobierno busca descomprimir tensiones tras lo ocurrido en el Senado, donde la agenda oficial quedó eclipsada por el desorden interno y los episodios que expusieron fracturas dentro del propio espacio libertario.

En ese escenario, la figura de Patricia Bullrich volvió a ocupar un lugar central. La ministra de Seguridad quedó en el foco tras su rol en los operativos frente a las protestas y por su protagonismo político en una semana donde el Ejecutivo intentó mostrarse firme frente a la calle, pero terminó pagando costos en términos de imagen y cohesión interna. Para algunos sectores del oficialismo, la dureza discursiva ayuda a consolidar a Milei ante su núcleo duro; para otros, tensiona innecesariamente la relación con actores clave del sistema político.

La reforma laboral aparece así como un proyecto que excede lo técnico y se convierte en un símbolo del modelo que impulsa el Gobierno. Desde el Ejecutivo insisten en que busca “modernizar” el mercado de trabajo, reducir la litigiosidad y fomentar el empleo formal. Desde la oposición y los sindicatos, en cambio, denuncian una avanzada contra derechos adquiridos y advierten que el impacto real sería una mayor precarización.

Ese rechazo se expresó con fuerza en la marcha encabezada por la CGT, que reunió a miles de trabajadores y sumó un componente político de peso con la presencia del gobernador bonaerense Axel Kicillof. El mandatario provincial caminó junto a los gremios y se mostró como una de las figuras centrales de la resistencia al paquete de reformas del Gobierno nacional, reforzando su perfil opositor y su vínculo con el movimiento sindical.

La movilización no solo fue una demostración de fuerza de la CGT, sino también una señal hacia el Congreso. Los sindicatos dejaron en claro que la reforma laboral no pasará sin conflicto social y que están dispuestos a escalar las medidas si el proyecto avanza sin cambios sustanciales. En paralelo, varios gobernadores tomaron nota del mensaje, conscientes de que el clima social puede condicionar el debate legislativo.

Kicillof aprovechó la marcha para posicionarse como contracara del modelo libertario y para reforzar su discurso sobre el rol del Estado y la protección del empleo. En el entorno del gobernador interpretan que la reforma laboral es un terreno donde el Gobierno puede perder apoyo social, especialmente en un contexto de ajuste, caída del consumo y deterioro del salario real.

En Diputados, mientras tanto, el dictamen dejó expuestas las tensiones entre los sectores que apuestan a negociar y quienes prefieren una oposición frontal. Algunos bloques dialoguistas advierten que acompañar la reforma puede tener costos políticos en sus territorios, sobre todo frente a la presión sindical. Otros creen que el Gobierno necesita mostrar resultados y que bloquear todas sus iniciativas puede agravar la crisis.

El oficialismo, por su parte, intenta sostener un delicado equilibrio. Necesita mostrar avances para no quedar atrapado en la imagen de parálisis, pero también evitar que la reforma laboral se convierta en el eje de una confrontación social de alto voltaje. De ahí la apuesta a febrero, cuando el Ejecutivo espera un clima más ordenado y mayor margen para negociar.

La experiencia reciente del Senado funciona como advertencia. El desorden político, los errores de cálculo y la exposición pública de internas dejaron en claro que el margen de maniobra del Gobierno no es ilimitado. En ese contexto, la reforma laboral se convirtió en una prueba de fuego para medir la capacidad del oficialismo de construir mayorías estables.

Mientras tanto, la calle y el Congreso avanzan en paralelo. La CGT ya anticipó que seguirá movilizada y que no descarta nuevas medidas de fuerza. El Gobierno, en cambio, confía en que el desgaste del conflicto y la necesidad de atraer inversiones jueguen a su favor en el debate público.

Así, la reforma laboral quedó atrapada en una trama más amplia que combina ajuste económico, disputas de poder y un clima social tenso. El dictamen fue un paso importante para el Gobierno, pero no garantiza el desenlace. Febrero aparece como una fecha clave, no solo para definir una ley, sino para medir hasta dónde llega la capacidad del oficialismo de imponer su agenda en un escenario político cada vez más áspero.

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