La llama del “hazlo tú mismo” (Do it yourself) resistió a apagarse y al calor de los años 2000 vibró con una intensidad que fue en ascenso, hasta escalar en una “etiqueta” que reunió a una generación que se desmarcó de los legados y se alejó de las normativas de las grandes productoras y de los estudios de grabación de alto calibre. A partir de bandas como Él Mató A Un Policía Motorizado o Los Espíritus, entre otras, el famoso término “ indie” dejo de ser la simple asociación a lo independiente y pasó a posicionarse como un modo de hacer, abrazando fuertemente la bandera de la autogestión. Sin más zanahorias ficticias que perseguir y en discusión con ese reviente del rock que se volvió oportuno para vender “mitológicas vidas” de artistas que en verdad no la pasaron nada bien, la historia comenzó a tener otra cara.
El espíritu de hacer música y de organización pasó a regularse en pos de parámetros donde ya no fue necesario venderle el alma al diablo. Las manifestaciones artísticas tuvieron que reinventar sus espacios. Sobre todo después del hecho trágico de Cromañón. No sólo pasaron a controlar sus procesos de grabación y la forma de hacerlo, sino que también se convirtieron en productores de sus propias fechas en vivo. Con internet como única arma posible para generar vías de publicidad y de exposición, se logró explotar una alternativa artística que creció bajo una libertad en la cual muchos grupos conformados, más allá de no ver demasiada plata ni arrastrar mucho público, pueden disfrutar de esa máxima, antes mal vista, de hacerlo por amor al arte.
Para reconstruir la escena de estos hechos trascendentales de algo que recién comienza, hay un libro que cuenta el desarrollo de este camino que parece estar dando señales de esperanza. Más o menos bien: El indie argentino en el rock post Cromañón (Gourmet musical, 2018) es el título de este nuevo trabajo que firma el periodista Nicolás Igarzábal. Con prólogo del mentado Alfredo Rosso, se abre la cancha de este nuevo siglo. “La movida musical de este siglo es sorprendente. Más allá del alto nivel musical y lírico y del afán de experimentación reinantes, estos artistas han llevado la autogestión a un nivel diferente: con un mínimo de presupuesto y un máximo de ingenio, graban y editan sus canciones en formato físico y digital”.
Igarzábal, desde estas páginas se mete a revisar la gestación de este escenario definido como música indie y cuenta la antesala de un circuito que se fue nutriendo de varios referentes, hasta que se asentaron como figuras destacadas Santiago Motorizado y Maxi Prietto. Ambos con sus grupos fueron amasando una estética que no se traicionó y coronaron sus propuestas cuando hicieron vibrar el piso de los estadios. Por un lado, Él Mató con su show en el histórico estadio Atenas de La Plata, y por el otro con Los Espíritus en el Microestadio Malvinas Argentinas.
En Más o menos bien…, a través del testimonio de los propios protagonistas, se va formando una cartografía de grupos ( Bestia Bebé, Las Ligas Menores, 107 Faunos, Los Rusos Hijos de Puta o El Perrodiablo, entre otras) que componen un universo de expresiones que en muchas ocasiones viene delineado por “chicos que crecieron yendo a shows de Peligrosos Gorriones y Embajada Boliviana, bordeando el cambio de milenio, entre videojuegos, películas de terror y capítulos de Los Simpson”, aclara el autor en el primer capítulo. Nadando estas islas se cuela un sonido norteamericano, nutrido de bandas que potencian una estética de hermosos perdedores. Algunos de los que suenan son Sonic Youth, Pixies, Nick Drake o Daniel Johnston. Y más acá, Fun People, El Otro Yo o Suárez (la banda noventera que integró Rosario Bléfari).
Este trabajo de Igarzábal conforma su segundo material con la editorial que dirige Leandro Donozo. El debut lo hizo con Cemento: El semillero del rock y narró la historia de aquel local histórico que fundó Omar Chabán. Ahora con Más o menos bien… cambia el eje y se mete con la generación heredera que creció viendo bandas en aquel reducto que se ubicó en el barrio de Constitución. Desde una materia prima que se nutre de pocos recursos, grabaciones de hogar, sonido Lo-fi, ganas de generar y de construir un nuevo lenguaje para comunicar, construye los pasos de una escena radicalizada con la industria. La importancia de un material genuino, de una obra sin intermediarios y de mostrarla en vivo lo más que se pueda conforman la canasta básica de todo esto. No hay trucos.
“Sin tocar en vivo me moriría. Estar en Los Rusos Hijos de Puta es mi forma de resistencia. Con esa horita y media de show a mí me alcanza para resistir a la mentira social. No nací para ser un ser social. No me interesa mucho la gente y las relaciones me cuestan. Lo que quiero es poder hacer lo que me gusta en el momento que sea. Ser libre, básicamente”, explica en el libro Luludot Viento (cantante de Los Rusos) y deja entrever esa fuerza irracional de los que se propusieron ganarse las cosas haciendo, sin esperar la aprobación de nadie. “¿Cómo será esa nueva generación que reniegue de Él Mató y Los Espíritus? ¿Cuándo aparecerá una nueva camada que venga a discutirles de igual a igual, y a ‘destronarlos’, alegando que ya no hay nadie con quienes se identifiquen”, se termina preguntando Igarzábal sobre el final, con la expectativa de saber qué cantará el futuro.
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