Durante un largo período, River se sintió perseguido por fantasmas reales y simbólicos. Los 18 años sin ganar campeonatos, la Copa Libertadores al alcance de la mano pero que siempre parecía alejarse en los momentos decisivos, la sombra intimidante de Boca que le recordaba a cada instante las frustraciones, los duelos perdidos en instancias muy significativas y además como colorario la experiencia inédita del descenso flameando en el desconsuelo.
Ese escenario indeseable supo padecerlo River lamiéndose sus heridas expuestas en público. Pero nada es eterno dirán los adoradores de los lugares comunes. La persecución existencial ahora la siente Boca en carne propia. El estigma de caer ante River en la Copa Sudamericana 2014, en la Copa Libertadores 2015 y en la reciente Supercopa Argentina disputada en Mendoza, le abrió un tajo notable al orgullo boquense. Le cambió, en definitiva, la orientación estratégica.
Lo debilitó. Lo mostró altamente vulnerable nada menos que frente a River. Y no es menor el episodio, aunque desde el microclima xeneize pretendieron subestimarlo, sin éxito, en nombre de sucesos del pasado. Hasta que se sumó otro eslabón a esta cadena. El 2-0 de River por la Supercopa de los últimos días agotó la sobreactuación de ese universo cortesano y complaciente que cobija a Boca.
Como antes se sentía perseguido River, ahora se siente perseguido Boca. Por supuesto no lo van a admitir. Ni los Barros Schelotto, ni el encendido presidente Daniel Angelici (amenazando en los vestuarios de Casa Amarilla con tomar represalias si el equipo no gana el campeonato y la Copa Libertadores), ni los jugadores, ni los hinchas, ni la prensa adicta que llora por los rincones.
No importa lo que digan o dejen de decir. Lo que importa es lo que se ve. Y lo que se ve es que Boca la viene pasando muy mal desde que este River que conduce Marcelo Gallardo a partir de julio de 2014 se convirtió en su gran pesadilla. Esta observación puede parecer una instancia menor de cualquier tipo de análisis que intente ser equitativo. No objetivo porque no hay objetividad posible en ninguna opinión.
Pero el fútbol de todos los tiempos siempre contempló una subordinación a factores que exceden la lógica estricta del juego. De allí surge el fenómeno de las paternidades invocadas por la cultura popular.
Ahora, las fotos del pasado reciente (desde que asumió Gallardo en River como técnico) denuncian la realidad de un cambio de posturas, reacciones y presencias. Boca padece a River. Lo sufre como se sufren estos episodios. Preferiría no enfrentarlo. Porque en los partidos que determinan quedarse con todo o quedarse sin nada, Boca asume el rol nada envidiable de mirar consagraciones ajenas. Jugando bien, regular o mal. Pero el final es similar.
River, en cruces decisivos, le gana aun sin jugar bien. Incluso sin expresar más cualidades que su adversario. Y esto no es fácil de tolerar ni de asumir. Genera contradicciones. Promueve debates internos y cuestionamientos que abren nuevas heridas siempre perturbadoras.
River, que venía en los últimos meses agarrándose de las paredes, logró en Mendoza algo más que su propia realización consumada en la victoria. Le inoculó a Boca un temblor que evidenció en el empate agónico que logró ante Atlético Tucumán. Le movió el piso. Le transfirió el frío desangelado de la derrota que no se olvida, aunque pueda imponerse en el campeonato doméstico.
Decir que es sencillo dar vuelta la página, es mentir. No es sencillo para nadie. Ni para los grandes equipos. Boca más bien que no lo es. La tarea que le queda por delante es ir elaborando el duelo futbolístico de la mejor manera. Como lo tuvo que hacer River en años muy difíciles. El desafío de Boca también estará atado a su conexión buena o mala con River. Porque la historia se escribe todos los días.
Y los hechos de la historia reciente lo muestran perdedor frente a River. Negarlo sería lo mismo que negar la dictadura de los resultados.