“A morir. Los míos mueren”. Así reza una bandera que inspiró a Diego Simeone y apareció en la cancha de fútbol de la ciudad deportiva del Atlético Madrid. La consigna de contenido militarista (luego de la categórica derrota del martes 2 de mayo por 3-0 en el Santiago Bernabeu) era movilizar al plantel de cara a la revancha frente al Real Madrid por una de las semifinales de la Champions.
Teniendo en cuenta las desbordadas pasiones triunfalistas que siempre acompañaron a Simeone, la consigna mencionada quizás no debería sorprender a nadie. Sin embargo, más allá de este dato de la realidad, el exabrupto naturalizado del entrenador argentino no tendría que pasarse por alto, frivolizando su contenido. Porque de frívolo no tiene nada.
Conocemos a Simeone (desde su etapa de jugador y hace 11 años en la función de técnico) como lo conoce cualquiera que frecuente el fútbol. Siempre fue un hombre con un espíritu y un dogma ferozmente pragmático y despojado de dudas. La diferencia es que ese hombre que ahora tiene 47 años se radicalizó por completo. Y el mensaje que baja es propio de un cruzado del fútbol mundial.
“Yo hago todo lo que me mandan a hacer, nunca le pido nada en especial a ningún técnico de la Selección, por eso sigo estando y otros quizás no”, nos dijo casi a modo de presentación cuando aún era jugador de Lazio, allá por octubre de 1999 en su casa del barrio privado Largo Olgiata (en Roma), a pocos minutos del campo de entrenamiento en Formello.
Ese Cholo Simeone convencido que reivindicaba su continuidad en la Selección con cualquier técnico, con cualquier sistema y con cualquier idea y que criticaba por lo bajo a Fernando Redondo por sus idas y vueltas con la camiseta argentina, a esa altura todavía no parecía ser un fundamentalista (luego lo sería) aplicado al fútbol, más allá de las señales que iba dejando por el camino. Señales que poco a poco se terminaron uniendo.
Guardaba por aquel entonces algunas pinceladas de su pensamiento más duro y cerrado. Se exponía menos en ese rubro de la dramatización exacerbada del hecho deportivo, aunque en ocasión del partido por las Eliminatorias para Francia 98, entre Uruguay-Argentina en enero de 1997, haya largada a la cancha aquella frase recordada de jugar “con el cuchillo entre los dientes”.
De ese cuchillo imaginario el Cholo pasó a invocar la muerte en la bandera citada que colgó en la cancha auxiliar del Atlético. La muerte también imaginaria, pero la muerte en definitiva con más o menos existencialismo y poesía. Es otro paso más de Simeone. Otro peldaño en su escala de valores. Otro estímulo para alentar la consagración de un resultado favorable.
Esta búsqueda desesperada por ganar lejos está de conquistar un equilibrio emocional. Simeone ve la derrota como una auténtica catástrofe individual y grupal. Por eso cuando en la edición 2016 de la Champions, el Atlético cayó en la final frente al Real en definición por penales, sus palabras en conferencia de prensa sonaron como una bofetada incomprensible: “Fue un fracaso. Del segundo no se acuerda nadie. Perder la final de 2014 y esta final es un fracaso. El Madrid fue mejor. El que gana siempre es el mejor. Este es un momento para pensar. Me estoy planteando pensar”.
Pensó y siguió vinculado al Atlético, cuando algunos sectores de la prensa española lo veían partir para dirigir en Italia, donde jugó en Inter y Lazio. Pero quería revancha el Cholo Simeone. Coronar con la Champions es para un club europeo algo así como salir campeón del mundo, aunque en el plano formal no lo sea.
El 3-0 del partido de ida con 3 goles de Cristiano Ronaldo y una actuación del Atlético desgarrada y pasiva, parece destruirle el sueño a Simeone. En esta urgencia en la que sobrevuela el perfume inconfundible de otra frustración traumática ante el Real, el Cholo buscó la postal del naufragio para movilizar grandes respuestas que tendrán que ser excepcionales para dar vuelta la serie.
En la antesala de ese escenario que pretende anticipar e idealizar, Simeone invitó “a morir”. Celebró que “los míos mueren”. Estos excesos que parte del ambiente festeja invocando la victoria deseada, no son otra cosa que mensajes nefastos para la cultura del fútbol. Y para todo tipo de culturas. No lo expresan con palabras, pero remiten a actitudes reaccionarias muy latentes.
La excusa es el triunfo deportivo. Y lo que subyace como el huevo de la serpiente es la violencia reprimida que camina a nuestro lado.
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