Lo argumentó el presidente de la Conmebol, Alejandro Domínguez, cuando dijo que la Argentina no podría albergar la final del torneo más importante que se organiza en América del Sur. De allí el cambio de escenario y las peleas de Boca y River vía Asunción que no hicieron otra cosa que volver más atractivo el negocio de la definición de la Copa Libertadores.
¿Pero qué cosas ahuyentaron la posibilidad racional de definición en el Monumental? El tan primitivo como premeditado ataque al micro que llevaba a la delegación de Boca no sintetiza el problema de violencia. Es un aspecto más de ella, que circula a ambos lados del tercer anillo de Seguridad que el presidente de River, Rodolfo D’Onofrio, marca como límite a su responsabilidad.
Tiene razón D’Onofrio al cuestionar el operativo de Seguridad, ya que sus “fallas” le costaron el cargo de ministro de Seguridad porteño a Martín Ocampo. El país carece de políticas claras en materia de Seguridad, pero el Ejecutivo de la Ciudad consideró que el fracaso en prevención o, en su defecto, identificación de los atacantes, tuvo un responsable y lo castigó.
El presidente de River no puede hacer un cacheo ni ocuparse del vallado en la esquina que dobla el micro con los jugadores visitantes, es lógico. Pero sí puede encontrar en su comisión directiva o entre los empleados del club a quien participa del negocio de reventa con la barra brava.
En un allanamiento en domicilios de socios sindicados como integrantes de “Los borrachos del tablón” encontraron 300 entradas originales y siete millones de pesos que, presuntamente, se obtuvieron de la venta en el mercado negro. El fiscal de la causa aseguró que el nexo con “Caverna” Godoy no puede estar fuera del club.
Al igual que cada dirigente todos los clubes, D’onofrio tiene la obligación y el compromiso de no contribuir con las barras. La culpa no es del fútbol, sino de quien le aporta hipocresía. Si son 15, 20 o 50 “los inadaptados”, hay que identificarlos, como sucedió con la madre que utilizaba a su hijo de mula para ingresar pirotecnia al estadio. Pero a todos. A los que tiran piedras, a los que revenden entradas y a los que las facilitan.
La Conmebol se llevó el espectáculo a otra parte, no sólo por el micro emboscado, sino porque no quiso compartir el negocio y tuvo sobradas muestras de hostilidad. Porque el hipócrita no solamente puede ser directivo: quien se permite escupir -al presidente de la FIFA, Gianni Infantino, o a cualquiera-, también aporta su granito de precariedad para que la superfinal que definirá al campeón del torneo “libertadores de América” se juegue en casa de quienes combatieron esa independencia.
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