Y si bien sería exagerado asegurar que sin La Pulga, Argentina no gana, hay que empezar a pensar que aquella frase de Menotti, cuando el crack amenazó con abandonar la Selección, no tenía nada de exagerado: "Si no juega Messi, no vamos al Mundial".
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Sin Messi no hubo creación ni desequilibrio. Nadie asumió esa función; no lo hizo su reemplazante, Erik Lamela, de muy pobre desempeño; y tampoco lo hizo Banega (que usó la 10 como para desconcertar) y no generó demasiado. De Di María, quien podría haber soportado sobre la espalda de su experiencia la posta como comandante de los ataques, jugó muy recostado sobre la izquierda e, impreciso, sólo ofreció ráfagas insuficientes como para generar peligro.
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Bauza había elegido justamente a Lamela y a Banega, para hacer frente a las bajas obligadas: Messi por lesión y Dybala, expulsado. Pero además, resolvió respetar la vieja titularidad de Rojo, y lo mandó en lugar de Emmanuel Mas, de correcta labor ante los uruguayos; y esa decisión tampoco resultó efectiva, porque Rojo tuvo una actuación en falso con responsabilidad en el primer gol y nula prestancia para explotar sus proyecciones.
Dentro de ese contexto, apenas Pratto -pero en base a bríos y determinación- logró equilibrar los méritos futbolísticos del rival. Fue justamente su descuento el que envalentonó al equipo y empujó al técnico a hacer cambios de perfil bien ofensivo: sumó a Alario para armar un tándem de punta junto a Pratto y, sobre el final, sacó a Rojo para sumar otro delantero: Gaitán. Pero ni con eso alcanzó para cambiarle la cara a un equipo que tuvo más sombras que luces; probablemente, porque faltó en su cielo la estrella que más ilumina.
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