La calle es de tierra y los autos estacionados sobre la banquina la hacen angosta. Por allí caminan varias personas separadas en grupos, cada uno de ellos con un termo y un mate. Se dirigen a la cancha de Agropecuario que debuta en la B Nacional contra Brown de Puerto Madryn. El estadio tiene dos vecinos notorios. Uno es un silo que aparece a unos trescientos metros. El otro es un hombre que vive enfrente y que clavó siete estacas en el piso, pasó una cinta de peligro alrededor y se sentó en una reposera para ver cómo pasaba la procesión que iba a la cancha. También para cuidar que nadie estacione en su jardín.
En el trayecto se ven camisetas de Boca, River, Independiente y de la Selección Argentina. Los colores de Agropecuario son verde y rojo. Los policías encargados del operativo ni siquiera revisan los bolsos. Hacen chistes, pispean algún termo y dejan pasar. Es el primer cacheo obligatorio porque en los torneos que jugaban antes no hacía falta. Aún así, el ingreso es rápido. Casi cuatro mil personas se acercaron, quizás algunas más. Todos los lugares están ocupados. Sentadas, mientras esperaban el partido, las personas que fueron a la cancha hacen tres cosas: charlan, toman mate y comen semillas de girasol. Nadie canta, nadie grita.
De repente un humo verde y rojo asoma por uno de los laterales, por los parlantes empiezan a sonar unas trompetas que tocan una especie de murga uruguaya, la gente en las tribunas hace palmas sin levantarse y los jugadores corren hasta el círculo central. Tardaron menos de diez segundos en llegar, saludar y recibir unos tibios aplausos. Recién ahí arranca la letra de una canción que sale por los altavoces y que ningún espectador acompaña: “Dale, dale, sojero. Dale, dale, campeón. Sos el sueño del pibe que quiere ser campeón”.
Desde una esquina, Bernardo Grobocopatel presta atención. Está con los codos en la baranda y la espalda recta. Hoy está inmutable. No suele ser así. Es el primo de Gustavo Grobocopatel, el hombre conocido como “el rey de la soja”. Lo asocian aunque él no trabaje con ese grano. Ahora, lejos de una oficina, espera ver como el equipo que fundó hace seis años, y que ya subió cinco categorías, sale a jugar la primera fecha de la segunda división del fútbol argentino. Lo hace desde la tribuna que él mismo construyó.
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-No me interesa nada de Agro, yo quiero que le vaya bien a Deportivo.
Lo que dice Santiago, hincha y entrenador de Deportivo Casares, es lo que repiten varios en la ciudad. El Verde, como llaman a Deportivo, salió campeón del torneo local por última vez en 1978, estuvo a punto de desaparecer a mediados de los noventa y aún así su escudo verde y blanco es el que más se ve por las calles de Carlos Casares, en kioscos, en bares y en algunos autos que pasan por la avenida principal.
Carlos Casares queda en el centro de la provincia de Buenos Aires, a 300 kilómetros de Capital Federal. Es un pueblo que se transformó en ciudad solo por tener 20 mil habitantes pero mantiene el mismo ritmo que antes. Todavía duermen la siesta con la puerta del frente sin llave, las panaderías cierran los lunes y los nombres de las calles no importan para explicar cómo ir a un destino. Casares tiene una plaza, una iglesia, un silo a tres cuadras del centro, un diario que cuenta chismes de los vecinos y una liga de fútbol con seis clubes en la que ya no juega Agropecuario.
Los protagonistas del campeonato local son Deportivo, Atlético, Boca, Smith, Defensores de Cadret y Argentina 78. Sus futbolistas entrenan en la semana. Uno o dos días a la noche después de trabajar, muchas veces con el plantel reducido porque apareció un hijo con fiebre, un asado familiar o un inconveniente laboral. Solo algunos jugadores cobran por presentación. Si Agropecuario sale a la cancha un sábado, los demás juegan los domingos, y viceversa.
El conjunto de Grobocopatel solo participó cuatro años de esta liga. La ganó tres veces. “Nos hacían jugar de noche, un miércoles o un jueves. Los nuestros venían de trabajar, era imposible así”, se queja uno de los hinchas de Atlético mientras descarga algunas botellas en el embarrado predio del club. Es alto, tiene puesto un sombrero y los pies llenos de barro y mugre por trasladar cajones de bebida desde la camioneta hasta la garita gris que está al lado de la cancha. “Habíamos hablado de que ponga suplentes, pero él nos ponía a los profesionales”, agrega otro de los hinchas mientras pone la pava para el mate con la oculta intención de no ayudar a cargar cosas.
La cancha de Atlético está en uno de los puntos extremos de Casares. A cien metros del cementerio y a cincuenta del único boliche de la ciudad. Son cinco hinchas que están desde las diez de la mañana ahí. Uno tiene una boina, un chaleco y una cinta para tapar los huecos que hacen de ventanas de la casilla que hace de buffet en el estadio. Otro barre el piso, acomoda las semillas de girasol que se van a vender a la tarde y saca unos pesos de su billetera para pagarle al carnicero los cuarenta chorizos que llevó para los choripanes. Se preparan porque hoy les toca jugar a ellos.
A la cancha van entre quinientas y seiscientas personas. Antes, cuando en el plantel estaba Gonzalo Urquijo, la asistencia era mayor. Urquijo fue la figura del equipo, pero ahora se lleva los aplausos en Agropecuario. Como cuando salió en el triunfo 2-0 ante Brown de Puerto Madryn en el primer partido de la B Nacional. El delantero fue capitán, goleador y estrella del verde y rojo.
El pase se hizo por 100 mil pesos y con la condición de que después de cinco años Urquijo volviera a Atlético. Durante las cinco horas que duró la charla por la transacción también se habló de pases de jugadores de divisiones inferiores. Cada juvenil pasaba a a cambio de una o dos pelotas. Al final Agropecuario tenía que pagar como treinta esféricos. “Cuando las fuimos a buscar muchas estaban pinchadas o no eran oficiales”, se quejan en Atlético. Dicen, también, que a Boca y Deportivo les pasó lo mismo.
La plata por Urquijo se cobró a la perfección. Pero el delantero no retornó a su club de origen. El crecimiento de Agropecuario hizo que el futbolista quedara registrado en AFA como jugador de una categoría superior. De esta forma, el acuerdo previo entre ambos clubes perdió validez. Sin embargo, dicen los dirigentes, el trato era de palabra.
-Igual, Gonzalo es un divino -dice uno de los hinchas de Atlético mientras toma mate-. Viene siempre, él es hincha de Atlético.
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El día del ascenso a la B Nacional, Bernardo Grobocopatel estaba en Río de Janeiro. Estaba parado frente al mar cuando su celular sonó. Era un mensaje. Lo vio, leyó la noticia y se largó a llorar. Su club tenía fecha libre y dependía de un triunfo de Gimnasia y Tiro de Salta para subir de categoría. Si los salteños no ganaban, Agropecuario tenía que jugar una final. Él estaba convencido de que iba a haber partido definitorio y, por eso, armó unas mini vacaciones con su familia en Brasil. Igual intentó seguir el partido por YouTube y por radio. No pudo. La confirmación de la noticia llegó a través de unas frías letras negras de un mensaje. No le importó.
Salvo ese día, Bernardo nunca se perdió un partido de su club. Tampoco una concentración. Pero sí faltó a actos escolares y cumpleaños de sus tres hijos. Un día, el mayor, de diez años, le dijo: “Vos querés más a Agro que a mí”. Y cada vez que su papá no asiste a un acto suyo, el nene lo ataca con inocente crueldad y cambia el estado de WhatsApp. “Odio a Agropecuario”, escribe. Después de un rato y de una charla con su padre sobre lo que significa el club para él, el estado vuelve al de todos los días: “Yo amo a Agropecuario”.
Bernardo se levanta todos los días a las seis de la mañana y se acuesta a la medianoche. Le cuesta quedarse quieto. No se parece en nada al hombre que mira los partidos de fútbol desde una esquina con los codos en la baranda. Charla y mira el reloj. Camina de acá para allá. Lo hace siempre con pasos cortitos, rápidos y con el celular atornillado a sus manos manda mensajes. Todo el tiempo. No importa la hora. “Una vez me avisó a las tres de la mañana que me bajaban la sanción por un codazo. Yo estaba durmiendo”, cuenta Gonzalo Urquijo, el histórico centrodelantero del club.
Durante el día las teclas de su celular arden. Chatea con jugadores, dirigentes, familia, ayudantes, empleados y proveedores. Desde la transferencia de un mediocampista hasta el largo del pasto del campo de juego. Todas las decisiones tienen que pasar por él. Y si algo no funciona, se mete para tratar de solucionarlo. Un vez, preocupado porque el césped no crecía, agarró un rastrillo, tiró semillas y empezó a trabajar la tierra para que la cancha estuviera bien.
Ahora está sentado detrás del escritorio de su oficina que tiene en el edificio más alto de Carlos Casares, frente a la plaza principal. Está pintada de blanco, tiene una computadora, cientos de papeles sobre el despacho, tres remeras de Agropecuario colgadas y una pequeña abertura que hace de ventana. Desde ahí vigila que la tormenta no se acerque a la ciudad porque si lo hace tiene que llamar a sus empleados para que dejen de regar la cancha.
-Soy un hinchapelotas -acepta Bernardo-, pero mi papá me enseñó a trabajar así y dar el ejemplo haciendo las cosas.
En la década del setenta, Jorge Grobocopatel, el papá de Bernardo, y su hermano Adolfo heredaron campos de su padre. A partir de ese momento ambos trabajaron los campos y formaron una sociedad que se mantuvo hasta 1984. Ese año, Adolfo quiso meterse en el negocio de la soja y Jorge no. Nunca llegaron a un acuerdo y todo terminó en la separación de la empresa y la ruptura familiar. Los hermanos dejaron de hablarse. Adolfo y su hijo Gustavo continuaron en el negocio de la soja y levantaron un imperio, Los Grobo. Con el paso del tiempo, Gustavo lideró la compañía, se convirtió en un empresario mediático y empezó a ser conocido como “el rey de la soja”.
-Con Gustavo hablé dos veces en los últimos treinta años - dice Bernardo.
Como el apellido era el mismo, en la ciudad se empezó a llamar El Sojero a Agropecuario. Después, el mundo del fútbol tomó el nombre. Se hicieron remeras y canciones para El Sojero, hasta en su biografía en wikipedia aparece con ese nombre.
-Está bien -dice Bernardo-, lo acepto, pero a mí me gustaría que le digan Girasolero, Triguero o, no sé, Casarense, pero está bien.
Durante varios años Bernardo se hizo cargo de Grobocopatel Hermanos, la empresa que fundó su padre después de la división. Con una sonrisa cuenta que está loco por el fútbol, que la empresa era muy rentable, aunque no era una persona feliz y, dice, la vida es una sola.
Su papá lo empezó a llevar a la cancha a los cuatro años. Hincha de Racing, Bernardo se vanagloria de saber de memoria muchas formaciones de la Academia.
-El equipo que más me gustó fue el de la Supercopa 88: FillolVazquezCostasFabbriyOlarán -dice así, de corrido, sin pausas-. Después AcuñaLudueñaColombatti. A mí me gustaba más Rubén Paz, MedinaBelloIglesias y.... Walter Fernández.
Durante varios años, padre e hijo repitieron un ritual. Se levantaban a trabajar los campos a las seis de la mañana, después agarraban la ruta hasta algún autódromo para ver automovilismo y terminaban en el Cilindro de Avellaneda. Desde Carlos Casares a la cancha de la Academia hay 320 kilómetros. Bernardo cuenta orgulloso que las largas travesías le dejaron muchos recuerdos. Los principales son de diciemre de 2001. Ese día en el que Racing salió campeón después de 35 años de sequía. El abrazo con su papá en la tribuna por el gol de Gabriel Loeschbor y la catarata de insultos a Gastón Sessa, el arquero rival, por ir a buscar el empate en la última jugada, tienen un lugar especial.
-Con papá fuimos mucho a la cancha, por eso cuando estaba en coma, antes de que muriera, le prometí que Racing iba a venir a Casares a jugar por los puntos.
La promesa aún está vigente.
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El primer partido oficial de Agropecuario fue contra Argentino de Trenque Lauquen el 29 de enero de 2012 por el Torneo del Interior. Ese día el equipo de Grobocopatel salió a la cancha con una camiseta blanca, verde y rojo en la manga izquierda, azul y amarillo en la derecha. En el pecho dos escudos: el de Agropecuario y el de Boca Juniors de Casares. El equipo ganó 4 a 1.
El recuerdo caló hondo y todavía se mantiene. Un hincha de Atlético, de los que van a limpiar la cancha antes de los partidos, recuerda ese arranque como si fuese de su propio club.
-Entraron por la ventana. Fundaron el equipo en octubre y en enero ya 'taban' jugando el Torneo del Interior sin ganar una liga. -Se queja, pero infla el pecho- Antes de arrancar con Agro, preguntó acá para gerenciarnos. No quisimos y se fue a preguntar al Huracán de acá, de acá de Casares.
Atlético Casares es el club más viejo de la ciudad. Se fundó el 9 de julio de 1913. Nunca estuvo en Primera División y tampoco en el Nacional B. Pero tiene el prestigio de ser el más ganador en la historia de la Liga Casarense, con 19 títulos. Participó varias veces en el Torneo del Interior porque para jugar esa competencia la condición es ganar la liga local. Hasta el 1° de enero de 2012 Agropecuario nunca la había ganado. De hecho, nunca la había jugado, pero igual entró.
Grobocopatel no lo recuerda igual. A la distancia y mientras mira la computadora de su oficina recuerda.
-Nunca me junté con la gente de Atlético. Sí hablé con Huracán, que no tenía fútbol, pero no se dio. Al final, armé mi club y busqué una alianza estratégica con Boca, de acá, de acá de Casares
La alianza consistió en que Boca le permitiera jugar el Torneo del Interior bajo el nombre de Agropecuario utilizando el lugar de Boca por haber ganado la Liga Casarense. Grobocopatel le compró la plaza a Boca. Con el dinero que recibió a cambio de su puesto, Boca edificó una tribuna en su estadio, refaccionó vestuarios y compró materiales de trabajo para las divisiones inferiores. El detalle es que, durante toda la competencia, Agropecuario lució un escudo azul y amarillo junto al suyo, verde y rojo, en el medio del pecho.
El final de su primera experiencia en el Torneo del Interior fue en cuartos de final. Quedaron eliminados por penales contra French que venía de la Liga Nuevejueliense de fútbol. A pesar de la tristeza, ahí apareció la suerte. Por una reestructuración en los torneos, Agropecuario recibió una invitación para jugar en una categoría superior con otros cuarenta equipos.
Con menos de un año de vida, el club de Grobocopatel ya estaba en dos competencias: la Casarense y el Torneo Argentino B de AFA. Había tantos partidos que los futbolistas no sabían qué torneo jugaban. La “alianza estratégica” ya había tomado caminos separados y Agropecuario y Boca ya eran rivales en la liga local.
El recelo por el ascenso de Agropecuario creció. El equipo nunca había ganado nada, pero ya jugaba torneos de AFA y tenía jugadores profesionales que solo tenían su mente en jugar al fútbol, mientras sus rivales locales tenían a trabajadores que sabían jugar bien a la pelota e iban a entrenar después de la oficina o del taller para llegar bien al fin de semana. Por eso, el pedido de los clubes era que los partidos se jugaran los sábados o domingos, para llegar descansados a los partidos.
-A mí me gusta ganar hasta a la payana -dice Grobocopatel-. Entonces, cuando llegábamos a las finales de la local, bajábamos a los profesionales y ganábamos.
A un año de su nacimiento, en 2012, Agropecuario se quedó con su primer título. Ganó la primera Liga Casarense que disputó. Le sacó siete puntos al segundo tras vencer 3 a 1 a Boca, su ex socio estratégico. El partido se jugó un jueves.
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Camina una cuadra y saluda tres veces. Hace un par de metros más y le tocan dos bocinazos cortos. Se mueve desgarbado, pero con el pecho inflado. Gonzalo Urquijo es alto rubio, tiene ojos claros y es el emblema y goleador de Agropecuario. También fue el capitán durante más de un año.
Cuando tenía dieciseis años, en 2006, Gonzalo viajó a Buenos Aires para probarse en Boca Juniors y quedó. Rápido, con tan sólo una práctica, el coordinador de las diviisiones inferiores le dijo que se quedara para entrenar en Casa Amarilla, que ya tenía un lugar. Pero él se fue. Su decisión despertó una versión que aún perdura.
La historia que se repite entre los vecinos de Casares es que Urquijo se volvió por la novia. Y eso se acepta como verdad irrefutable en la casa de comidas, en el supermercado y en el bar del Gran Hotel Casares. Ahí, un grupo de hombres de más de sesenta años se sienta a jugar al truco, a ver fútbol y a teorizar. Un tema recurrente es el delantero. Uno de ellos toma la palabra. Es gordo, está peinado para atrás para tratar de tapar la pelada. Se toca la panza, la camisa celeste está por explotar, y dice: “Es un buen delantero, le ganó a todos los nueves que le trajeron. Siempre quedó. Él lo va a negar”.
Sin conocer esa charla, pero con conocimiento de los rumores, Gonzalo niega los chismes mientras come semillas de girasol en uno de los bancos del club. “Nah, me volví porque quise”, dice mientras se sonroja. Y, con una risita tímida en su rostro, agrega: “Iba a extrañar a mis papás. Mirá si me voy a volver por una novia”. Sus padres viven en Bellocq, un pueblo de mil trescientos habitantes a 50 kilómetros de la ciudad. Una vez se quisieron mudar con él a Casares pero no les gusta. Dicen que en Carlos Casares hay un ritmo de vida muy rápido para ellos.
Antes de entrar en Agropecuario, Gonzalo estudiaba el profesorado de educación física en La Plata y jugaba en Atlético los fines de semana. A Bernardo Grobocopatel siempre le gustó su forma de jugar. Lo había visto, lo tenía en cuenta. Y por eso, un día, el dueño de Agropecuario se subió al auto y viajó hasta la ciudad de las diagonales para hablar con él.
-Me dijo que iba a fundar un club y que en cinco años íbamos a estar en la B Nacional. Le dije que sí porque él estaba convencido, pero mucho no le creí.
-Le dije que iba a fundar un club y que en cinco años íbamos a estar en la B Nacional -dice Grobocopatel-. Me miró raro, pero me creyó.
El delantero no fue el único al que Gorobocopatel quería convencer. Tenía debilidad por un lateral izquiedo, Leonardo Aita. El defensor había hecho divisiones inferiores en Independiente. Al igual que a Gonzalo, el presidente de Agropecuario lo siguió, lo buscó y le dijo que iba a fundar un club. También que en cinco años iban a estar en el Nacional B. “Para mí estaba loco, pero le creí”, se sincera Aita.
Leonardo se mudó en 2012 con su familia a Carlos Casares para jugar en el club. Era parte del plantel que salía a la cancha todos los encuentros al igual que Urquijo. Ambos vivían para el fútbol. Una vez le tocó entrar cuatro partidos en menos de ocho días. Uno por la liga local, uno más por la Copa Argentina y otros dos por el Torneo Argentino B.
Se ganaron la confianza de los técnicos y compañeros. Lograron títulos, festejaron triunfos y obtuvieron elogios de todos. El delantero fue el jugador que más goles metió con la verde y roja, y Aita se convirtió en uno de los símbolos de la defensa. Sin embargo, a mediados de Julio de 2016, tras subir de categoría al Torneo Argentino A, la tercera división en importancia para los clubes del interior del país, Aita se enteró que no lo querían más en el club. No había tenido lesiones y era uno de los jugadores más aplaudidos, pero aún así, sin mediar palabra, se quedó afuera de Agropecuario.
-No sé qué pasó -dice Leonardo-. El técnico me dijo que me tenía en cuenta, pero el presidente no me quería más. Me fui. Pero nunca habló conmigo.
Ahora, Leonardo vive en Wilde y juega para Deportivo Casares. No entrena con el equipo pero viaja los 330 kilómetros de ida y los 330 kilómetros de vuelta para jugar los partidos. No tiene presión. Urquijo entrena de lunes a viernes, cambió su alimentación a pedido de la nutricionista y es el más aplaudido cada vez que sale a la cancha.
Aita sigue siendo lateral izquierdo, pero hoy le dedica más horas a ser operador técnico en el área de internet móvil de una compañía telefónica.
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Cada vez que Agropecuario juega de local aparece la misma bandera. Es larga, horizontal y demasiado nueva. La ponen detrás del arco que da a los vestuarios y ahí se lee “Agro no tuvo infancia, nació grande”. La tela está quieta, como los que van a esa cancha. Son muchos. Cuatro o cinco mil personas se acercan a ver qué pasa con el partido pero no cantan, no gritan. Esta vez el partido es contra Ferro, uno de los grandes de la divisional, en la quinta fecha del torneo, pero aún así la pasividad se mantiene.
A menos de dos kilómetros, en la cancha de Deportivo, cada día que juega el equipo verde, quinientas personas se ponen sus camisetas, algunos llevan bengalas, otros arman canciones y gritan todos desaforados por el club pese a que no hayan ganado un título local desde 1988. Ellos sí se mueven, alientan.
Bernardo, que pudo hacer un estadio para cinco mil personas en 47 días, que pudo comprar 300 paquetes de figuritas hasta conseguir todas las de su equipo y que en la cancha de Racing cantó “al club lo hace grande su gente”, tiene claro que no puede comprar al hincha. Y sabe que Agropecuario tiene pocos.
Sentado en su oficina, mientras mira las camisetas del club que tiene colgada a sus espaldas, Grobocopatel intenta explicar por qué los hinchas no se acercan a la cancha. Se toma un segundo, duda, pero al final cruza los dedos de la mano, apoya los codos sobre los papeles que están tirados en el despacho, levanta sus cejas anchas y se sincera con una sonrisa que mezcla candidez y algo de esperanza.
-Yo no puedo dominar lo que hace la gente, cuenta.
Un segundo después agarra el celular con sus dedos gordos, entra a su Facebook y abre una foto. Es un tipo que se hizo un tatuaje con el escudo verde y rojo en su brazo izquierdo, desde el hombro hasta el codo, y la leyenda “Agro, pasión sojera”. Bernardo ve la pantalla y se le escapa una sonrisa. “Hay que hacerlo despacio”, dice.
No hay una referencia al trabajo con el trigo de su padre. Vuelve a mirar la pantalla, lo apaga y lo apoya en el escritorio. Mira por la ventana, ve que unas nubes negras se acercan en por el horizonte y se sobresalta.
- Tengo que llamar a los pibes para que no rieguen. Si se inunda es imposible jugar.