Nunca tuvo pinta de futbolista, tampoco de ex. Mucho menos aún de héroe, tal vez si encaje con los antihéroes por controvertido, por pertenecer a un gremio especial de los dionisíacos: del tipo de hombres que no le gusta exponerse al rechazo, de los juzgados por expresar amor confundido con violencia, aunque digamos que aquel que pueda sentirse agredido porque un otro ama su camiseta es un hipócrita. No sería el antihéroe el problemático, sino la dinámica semiológica del fútbol que se apoya en una serie de supuestos errores, pero ese es otro cantar. Convengamos que la gente que se preocupa más por las desgracias de los otros que por el porvenir de sí mismos arruina la vida. Ahí están, fijándose qué hacen sus ex novias, preguntando qué tan mal le va a algún tipo que no se bancan, etc. Pero dejemos a los apólogos de la moral (ajena) y volvamos a este tipo. Un tipo enamorado, conmovido y abrumado por la realidad de no solo haber perdido a su amada redonda en la práctica, sino además de haber sentido el puñal clavado en el prestigio de su club. Pensemos en el estado de su cerebro y sus terminales nerviosas, amén de trasfondos políticos y económicos, amén de considerar si estuvo bien o estuvo mal. Perder la final de la Libertadores en Madrid con el clásico rival. Que el River de Gallardo gane todo. Que en ese todo haya cinco eliminaciones directas a Boca. Que Tévez no esté feliz. Que Alfaro ponía los 11 atrás. Que no dan tres pases seguidos. Acostumbrarse a perder y con Enzo Pérez, Ponzio y compañía cagándose de risa de algún meme antiboca desde la concentración. La situación se asemeja a lo que Roland Barthes describe, en Fragmentos de un discurso amoroso, como la figura de la "catástrofe". Este tipo, como el sujeto enamorado francés, resistiéndose, revolviéndose y asfixiado del dolor que le genera la destrucción a la que está condenado. Con ese panorama, lo del tipo es más valioso y es tan humano y argentino que por soberbio ni le hace falta chapear demasiado con sus logros de jugador para ejercer su new rol, porque realmente sabe de fútbol y eso alcanza. Porque no fueron muchos los movimientos, pero si fundamentales. Alteró el caos, lo ordenó. Sacó a Alfaro y puso a Russo. No se inclinó por los nombres de moda, no se dejó llevar por recetas 2.0 y trajo un conocido de la casa, ni más ni menos que el último DT campeón de la Copa Libertadores con Boca. Y por si fuera poco, tampoco se dejó seducir por apellidos rimbombantes para el mercado de pases y aunque fue catalogado de austero, miserable y mentiroso decidió apostar por Pol Fernández, que ni el apellido tiene rimbombante, pero es un jugador de equipo y el resultado está a la vista. Algunos dirán que si a River le validaban el gol mal anulado, todo esto a la papelera, pero no pasó. Y no pasó pero no porque está tocado por la varita (aunque jugando era un mago), sino por su personalidad, por lo que genera. Hay diferentes tipos de caudillo, de liderazgo. El tipo es de los sigilosos, debe haber tardado bastante en animarse a dar el primer beso, debe haberse sentado al fondo en el colegio. No debe participar, incluso mira para otro lado, en los carnavales cariocas de los casamientos. Sin embargo, es tan líder como los extrovertidos que contestan la pregunta y se equivocan, esos que, tomados de la cintura, bailan entre su tía abuela y una prima lejana como si en ello se les fuera la vida. Este tipo no, no es de los exagerados, insoportables e inquietantes, pero con la sencillez como bandera, la tranquilidad como espada y dos movimientos de ajedrez puso en jaque -tomando mate- los carriles del River de Napoleón y le devolvió la identidad a todo el barrio de la Boca.

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