La figura de Diego Simeone siempre aparece como un candidato potencial de la Selección nacional. Pero nada más alejado de la realidad. Su construcción como entrenador continuará desarrollándose en Europa. Y aunque no lo ponga en palabras para no herir susceptibilidades, ni piensa en regresar. Su credo resultadista.  

“Para mí el Cholo Simeone no viene. Allá es Gardel”. Las palabras que pronunció Alfio Basile hace unos días se enfocaban en el deseo del entrenador argentino que conduce al Atlético Madrid, en continuar su carrera profesional en Europa, desechando cualquier posibilidad de dirigir a la Selección nacional.

En realidad, Basile no descubrió nada que no sepamos. Simeone siempre se vio afuera de la Selección en el rol de técnico, incluso antes de emprender su ciclo en el Viejo Continente, después de protagonizar su segunda etapa en Racing.

Allá por octubre de 2006 cuando ejercía como entrenador de Estudiantes, en una charla que se cerró en tono informal en la concentración de City Bell, nos comentó: “Siempre observo lo que se está haciendo en la Selección, porque defendí durante muchos años esa camiseta, pero la verdad que ahora hablando como técnico, la veo lejos, muy lejos”.

Esa lejanía indisimulable que anticipaba Simeone, con el paso de los años se fue convirtiendo casi en una abstracción. No sueña con la Selección aunque su padre le sugirió que si lo convocaran tendría que aceptar. La realidad es que no espera ni desea ser llamado. No le interesa estar en una lista de grandes candidatos. No le despierta ansiedad saber si lo mencionan o si lo postergan. No participa, en definitiva, de la dinámica esquizofrénica del fútbol argentino, aunque esté al tanto de todo de lo que ocurre y de lo que podría ocurrir.

“Si la Selección me llega a los 60 años, podría ser”, aclaró en 2013. Hoy, a los 48 años, se ve recorriendo otro camino y otros destinos. “Soy entrenador, no seleccionador”, puntualizó hace muy poco. La diferencia que estableció le cierra las puertas a cualquier selección. Como si no le alcanzara ni lo colmara participar con una selección en una Eliminatoria y luego en un Mundial.

La naturaleza vertiginosa de Simeone le demanda una actividad full time. Estar sin pausas en el día a día. Convivir con los jugadores. Exigirlos. Motivarlos. Sin largas charlas. Sin extensos monólogos. Sin autorreferenciarse. Sin recordar viejas situaciones del pasado. El objetivo central de su búsqueda es exprimir al máximo las cualidades del plantel.

En ese plano en el que reivindica una y otra la eficacia, su pragmatismo nunca da tregua. Bastaría con repasar un párrafo de una entrevista para El Grafico que nos dio en su domicilio en el barrio privado Largo dell Olgiata, en Roma, cuando jugaba para Lazio, en octubre de 1999: “En la Argentina con tal de descalificarme llegaron a decir que los distintos técnicos de la Selección me llamaban porque yo era un chupamedias de todos ellos. ¿Alguien puede creer que esa es la razón de mi permanencia? Es ridículo, pero se dijo. Ahí salta a la vista la desvalorización. El tema es que yo me identifico con los entrenadores que tengo, que es otra cosa. Si me convocan es normal que defienda su proyecto y su estilo de juego. Yo no puede ir en contra de la corriente. Me adaptó a las circunstancias. Si es Basile, Basile, si es Bilardo, Bilardo, si es Passarella, Passarella. Me adaptó, hago lo que me piden. ¿Por qué, está mal?”

Simeone siempre fue un cruzado. Un tipo que respira una convicción inquebrantable. En el marco de esa convicción que nunca resignó, sacraliza el resultadismo. Por eso declaró en muchísimas oportunidades: “No es verdad que aquel que juega mejor, gana. A veces sí. A veces no. Yo creo que gana el que está muy convencido de lo que hace. Y ganar siempre es lo mejor”.

Esa fortaleza que expresa para defender su idea lo llevó a ser un jugador funcional y un técnico funcional. ¿Cómo habría que interpretar esa funcionalidad? Por ejemplo, en su predisposición para alejarse de la comodidad. O de lo que hoy se define como la zona de confort. Simeone hace un culto de su flexibilidad para dirigir en el primer semestre de 2011 al humilde y casi descendido Catania (finalmente no descendió) y desde el 23 de diciembre de 2011 al poderoso Atlético, patrocinado por capitales chinos, árabes y surcoreanos.

A pesar del crecimiento exponencial del club, Simeone se siente más a gusto y más pleno con un plantel de jerarquía como el que dispone en el Atlético Madrid que con las estrellas del Barcelona y el Real Madrid.

Es cierto, el Atlético tiene sus destacados (el más notorio es el francés Antoine Griezmann, acompañado por su compatriota Lucas Hernández, el brasileño Filipe Luis, los uruguayos, Diego Godín y José Gímenez y el brasileño nacionalizado español, Diego Costa), pero en el rubro de monstruos del fútbol no empieza ni a competir con el Real ni con el Barça. Realidad indiscutible que a Simeone le cae diez puntos. Si tuviera que internarse en el túnel del tiempo y le tocara dirigir a Maradona, preferiría no hacerlo. Igual conducta tomaría frente a Messi. O ante Cristiano Ronaldo. ¿Por qué? Porque no desconoce que correría el serio riesgo de chocar, como ya chocó en Estudiantes con Verón y en River con el Burrito Ortega.

En el Atlético y con un plantel despojado de fenómenos, Simeone fue construyendo su obra. Una obra monumental en títulos: 6 consagraciones (una Liga de España, dos Europa League, una Copa del Rey, una Supercopa de España y una Supercopa Europa) en 7 años.

“Allá es Gardel”, afirmó el Coco Basile. No exageró. Para la FIFA no tanto. Todavía no ganó la mayor distinción que se otorga al mejor entrenador de la temporada. Estuvo cerca en las últimas cuatro ediciones. La próxima se hará el 24 de septiembre en Londres. El Cholo Simeone no paga dos mangos. Pero está ahí.

Y va a seguir ahí. En Europa. Después del contrato que lo liga al Atlético hasta fin de junio de 2020, ya tiene su hoja de ruta establecida: dirigir en Italia en Lazio o Inter, los dos clubes donde jugó. ¿La Selección argentina? No aparece en el firmamento. Ya lo dijo: “Cuando tenga 60 años, podría ser”. Antes, no.

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