Brasil produce jugadores, no técnicos. Pero respetan una tradición como a la Biblia: los brasileños no aceptan extranjeros dirigiendo a su selección. Esa premisa alejó a Pep Guardiola. Por eso cayeron en Dunga, por eso cayeron en Mano Menezes: por eso cayeron en entrenadores vacíos de recursos para estar al mando de futbolistas de elite como Neymar y Dani Alves. Tite es otra cosa. Tite se convirtió en otra cosa después de su encuentro con Ancelotti. Desde entonces, dice, empezó a "planificar los partidos con mayor profundidad"; fortaleció su idea de armar equipos de atrás para adelante -algo que, en otro momento, hubiese sido una herejía para el fútbol brasileño- con defensas férreas y sistemas de ataque prolijos, ordenados, controlados. Terminó con los partidos informales para entrar calor en los entrenamientos. Implementó trabajos tácticos específicos, segmentados según el sector de la cancha. Implementó, básicamente, una estructura de trabajo que le significó salir campeón con 12 puntos de diferencia con el segundo.
Tite empezó su carrera impulsado por Luiz Felipe Scolari, el último técnico brasileño cuya carrera trascendió: ganó el Mundial 2002, llevó a Portugal a la semifinal del Mundial 2006 y comandó al Chelsea. Salvo dos experiencias en Emiratos Árabes, Tite siempre trabajó en Brasil: Gremio, Atlético Mineiro, Palmeiras y Corinthians son los equipos más importantes que dirigió. Ganó dos Brasileirao con Corinthians, una Copa de Brasil con Gremio, la Copa Libertadores con el conjunto paulista y el Mundial de Clubes, en 2012, ante Chelsea: esa fue la última victoria de un equipo sudamericano en el torneo.
Como Vanderlei Luxemburgo, Alberto Parreira y Mano Menezes, sería el cuarto entrenador que salte de Corinthians al seleccionado en los últimos 17 años. El país lo pide a gritos. Sobrio en su vínculo con la prensa, paternal en el trato hacia los jugadores, trabajador, es el preferido de un pueblo herido, sediento de un título que sane la herida del Mundial de Brasil.
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