En el arranque de la gestión de Jorge Sampaoli en el clásico frente a Brasil en Australia, no podrán esperarse saltos de calidad futbolísticos que revolucionen el perfil de la Selección nacional. El foco estará puesto en lo que logre transmitir en un par de prácticas el nuevo entrenador de Argentina. La influencia de su mensaje. Y el contagio que puede extenderse a favor de su palabra más privada que pública.

¿Qué hay que esperar de la Selección en el debut de Jorge Sampaoli frente a Brasil este viernes en Australia? Por lo menos, que no sea un equipo que languidece en la cancha, como aquella triste versión de Argentina que cayó 3-0 ante Brasil por las Eliminatorias en Belo Horizonte, cuando Edgardo Bauza era su entrenador.

Aunque en el ambiente suele interpretarse lo contrario, lo valioso no radica en lo táctico. Ni en la estrategia aséptica. Lo más importante del fútbol es la convicción que denuncie un equipo. Y no los enunciados programáticos, presentes como factores de distracción. Eso no es otra cosa que humo sobre el agua (smoke on the water), como suscribía el legendario himno de Depp Purple.

El ejemplo de Brasil es por demás contundente. Antes, con el dogmatismo tacticista de Dunga, el scratch era una verdadera lágrima. Ahora con Tite en el banco (asumió en junio de 2016), Brasil se parece a lo que históricamente representó Brasil en el mundo del fútbol: una potencia que se nutre de la creatividad de sus individualidades.

¿Qué cambió? La idea, más allá de algunos protagonistas. El cambio más sustantivo pasó por la idea para abordar los partidos. Y por la libertad organizada para encarar los desarrollos. Encontró frescura Brasil con Tite. Encontró lo que había perdido o resignado en el plano del juego colectivo. Y de la inspiración. Se revitalizó, en definitiva, observando las viejas postales del pasado reformuladas en el presente. No inventó nada en especial Tite. Ni es un fenómeno como técnico. Pero dejó fluir la riqueza natural del jugador brasileño. Y se renovó la expectativa del equipo a partir de la soltura que conquistó.

Sampaoli no llegó a la Selección con el propósito de revolucionar algo en particular. De hecho no es un revolucionario del fútbol moderno. No lo es ni tampoco lo será. Pero atiende un escenario central muy sensible: parece saber comunicarles a los jugadores lo que quiere. Transmite bien. Eso aseguran los que fueron dirigidos por él.

En esa transmisión de lo que desea no está en primer plano el dibujo táctico (que lo tiene y que ante Brasil sería un 3-4-2-1), órdenes taxativas ni papelitos en el viento para que la prensa (con la que prefiere no relacionarse de manera directa para intentar protegerse) los amplifique como verdades reveladas. Todas las verdades ya se revelaron hace muchos años. La última gran verdad la encarnó el fútbol de pressing salvaje y circulación que impuso Holanda en Alemania 74. El Barcelona de Pep Guardiola después reconstruyó y maquilló aquella presencia majestuosa de Holanda con Johan Cruyff conduciendo todo desde adentro y el entrenador Rinus Michels desde afuera.

La mirada de Sampaoli apunta, sobre todo, a la búsqueda de un concepto que para el fútbol de todos los tiempos siempre resultó esencial: saber juntarse en la cancha. Para defender los espacios, para manejar la pelota en el medio y para atacar. Saber juntarse no es lo mismo que amontonarse. Juntarse es jugar en función de las necesidades colectivas. Esto si es clásico y moderno. Con un sistema o con otro. El sistema siempre es secundario. Aquellos que creen lo contrario pertenecen al universo de los tecnócratas, que observan la vida con una planilla y un software que los acompaña hasta para dormir. Son los adoradores de los numeritos que van y vienen. Y que hacen colapsar hasta la esperanza.

Precisa la Selección, sin fatalismos, abrazar una idea después de las claudicaciones posteriores a la renuncia de Gerardo Martino, luego de la Copa Centenario en Estados Unidos cuando cayó en definición por penales ante Chile, como ya había ocurrido en 2015 en Santiago.

El Patón Bauza nunca denunció poner en marcha ninguna idea. Solo se encomendó a Messi en los pocos partidos en que jugó Messi. Y cuando no jugó Messi el equipo quedó al desnudo. Y Bauza también, más allá de sus justificaciones. O sus ironías.

El cruce inminente frente a Brasil, en Melbourne, por supuesto no servirá para sacar conclusiones. No las habrá considerando las urgencias y las grandes dificultades con que se armó el plantel. Pero el factor anímico no puede subestimarse. Sampaoli no es un paracaidista en esa materia. Como técnico apasionado que es (la pasión que revela no lo califica pero lo distingue), su poder de llegada es muy fuerte. Como también lo expresa el Flaco Menotti, Marcelo Bielsa y el Cholo Simeone, para citar algunos ejemplos que van en esa misma dirección.

La llegada es la capacidad para interactuar con los jugadores. Para conectar lo que seguramente está desconectado. La palabra de Sampaoli, casi sin posibilidades de cumplir una rutina de entrenamientos, será el nuevo combustible de la Selección. Y el partido a falta de certezas, dejará algunas evidencias. Habrá que considerarlas.

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