Cuando era chico, Eduardo Fernández sentía una singular inclinación a modificar los juegos y darles nuevas formas. Hoy, es desde hace casi 30 años el director de la Escuela Argentina de Inventores

Hay un lugar común que dice que “no hay nada nuevo, todo ya está inventado”. Pero para un puñado de soñadores no es tan así. Siempre que surge un problema es necesario buscar una solución, y si no la hay, habrá que inventarla.

Llevado por esta premisa, Eduardo Fernández (64), un porteño circunstancial que vivió y creció en Lanús donde su abuela habitaba desde 1908, practicó atletismo y natación en el club granate y que tiene dos hijos (Maxi de 12 y Alejandro de 10) con su mujer Alicia, asistente dental, sintió desde chico esa intuición de crear algo nuevo, casi como un juego, solo que esa vocación trascendió a su infancia.

Así, Eduardo, quien hoy conduce la Escuela Argentina de Inventores que creó en 1990, donde aprendieron y crecieron numerosos y jóvenes inventores, e impulsor del Foro de Inventores y de la Cámara Profesional de Inventores, asegura que “pese a que no tuve una formación especial en ninguna disciplina técnica, siempre sentí que tenía habilidad para descubrir alguna solución o crear algo nuevo, y con el tiempo la fui desarrollando”.

Fernández comenta que rescata de sus recuerdos de chico que “a los 8 años me gustaba armar de otra forma los juguetes, crear algo nuevo, y a los 10 años vi en televisión la publicidad de unas lapiceras birome, y quien la anunciaba era un tal Biro, su inventor. Yo creía que los inventores eran del pasado y ahí me di cuenta que existían, y sentí que me hablaba a mí”.

Se refería al húngaro Ladislao Biro, verdadero maestro de inventores, que emigró a la Argentina durante la segunda guerra mundial ayudado por el ex presidente Agustín P. Justo, quien lo había conocido circunstancialmente en Europa, y se convirtió en un fecundo creador de más de cien inventos, pero de los cuales el más famoso fue la birome, que se impuso en todo el mundo.

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Eduardo piensa que nada es casual. De hecho, siendo adolescente, pudo conectarse con Biro, y llegó a trabajar junto a él como asistente y ayudante, y asegura que “pese a la distancia generacional nos hicimos amigos, yo no tuve formación técnica pero sí una percepción natural para ver los problemas y plantear las soluciones”.

Fugaz estudiante de Veterinaria, Eduardo señala que “cursé un tiempo, pero me dí cuenta que no era lo mío. En cambio, a los 18 años ya me gustaba diseñar cosas nuevas, y llegué a patentar un par de inventos”.

Entre las creaciones más destacadas, todas patentadas y muchas de ellas de éxito tanto acá como en el exterior, se encuentran el compás a vara (“mucho más fiel en la medida que el tradicional”), el tablero de dibujo técnico simplificado y el Descorjet, un destapador de bebidas espumantes y que funciona a través de una palanca.

También creó el torniquete argentino compacto, para utilizar en los alambrados del campo, la máquina para partir nueces a escala industrial, el cabezal para cosechadoras agrícolas, el Cesto Anti Vandalismo, junto a su socio Hugo Olivera, que superaba en seguridad a los cestos de basura callejeros, y se implementó un tiempo pero que por intereses creados no pudo perdurar, aunque tuvo éxito en el exterior, y los Trabalitos, un juguete didáctico diseñado en goma Eva, junto a Nicolás Di Prinzio, y por algunos de ellos recibió varios premios y medallas aquí y en el exterior.

En 1990, cuando Eduardo Fernández ya tenía cierto nombre en el ámbito de los inventores, el gobierno de la ciudad lo invitó a armar una feria de los inventos, y pese a comenzar de cero, logró convocar a más de 2500 de todo el país, en el Predio Municipal. “La convocatoria - asegura- tuvo un gran éxito, expusieron 250 inventores, y esa repercusión permitió que poco después surgiera la Asociación Argentina de Inventores, de la cual me nombraron presidente”.

Las olimpiadas, otro invento de Fernández

Además de presidir la EAI, Eduardo también dirige el Foro de Inventores, en el cual varias veces al año se realizan seminarios sobre temas legales y profesionales de la actividad. “Esto me permite viajar por el país, dar charlas y descubrir a nuevos inventores, calculo que somos unos 40 los que vivimos de esto, pero hay más de 4 mil que tienen ideas pero no posibilidades de avanzar”.

También destaca que “desde hace 22 años hacemos las Olimpíadas Inventivas, donde participan hasta 100 chicos, se dan premios a los mejores y se exhiben inventos para adultos, estuvimos exponiendo en la Usina del Arte y en Tecnópolis entre otros lugares”.

Hace poco, se inauguró una filial de la EAI en el Centro Peretz, de Lanús. “La idea es generar nuevos espacios, y este posibilita mayor acceso a toda la gente de zona sur que tenga estas inquietudes” y asegura que “yo trabajo mucho desde mi casa, a veces digo que el laboratorio lo llevo puesto”.

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Fernández no quiere dejar de destacar a jóvenes inventores que se formaron con la EAI, y que hoy son sus colaboradores más allá de sus profesiones, como Rodrigo Valla, Emanuel Varela Blanco, Carolina Caimi, Alejandro Pacagnini, Lucas Perfumo o David Vilaseca.

La escuela de inventores que creo, su gran orgullo

En un país en que la ciencia, la tecnología y la inventiva no logran despertar una gran atención ni tampoco presupuesto a su desarrollo, dedicarse a ser inventor no parece ser una panacea. Eduardo señala que “eso lo tuve claro siempre, pero me las ingenié para sobrevivir con dignidad, a través de la venta de patentes, ser consultor para innovación, dar charlas y conseguir inversores para nuevas ideas”.

Así, a comienzos de los 90, Eduardo, llevado por la inquietud de nuclear a inventores muy jóvenes, creó la Escuela Argentina de Inventores, que primero funcionó en la Escuela Kennedy, “donde yo trabajaba y enseñaba inglés técnico, y tuve un espacio para dictar clases de heurística, que es el arte de la invención”.

Poco después, y mientras Eduardo trabajaba en una escuela de Lanús dando cursos para chicos de nivel industrial, de 15 a 20 años, surgió la chance de situar la sede de la EAI en la Escuela del Sol, en Colegiales. Y dice que “nada es casual, porque la directora de esa escuela de avanzada, con criterios pedagógicos muy libres, es Mariana Biro, la hija de mi mentor, Ladislao Biro, que vivió acá desde los 4 años”.

Eduardo dice que “uno de mis primeros inventos fue el compás de vara, que a diferencia del tradicional, tenía un brazo en forma de L, que iba al piso, y eso permitía mayor exactitud en las mediciones”.

Orgulloso de su obra, define a su Escuela, que funciona en un piso de la casa de estudios mencionada, y todos los sábados recibe a chicos de 6 a 12 años, en sus talleres de aprendizaje, como “un lugar de encuentro para el estímulo y desarrollo del pensamiento inventivo, y la formación de nuevas generaciones”.

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