Creada por el argentino Juan Pedro Baigorri Velar, su misterioso funcionamiento fue un enigma que el inventor se llevó a la tumba

La lluvia que opacó la primera jornada primaveral movilizó la memoria colectiva porteña para traer a colación una historia dominada por un misterio si se quiere romántico en torno al hombre que, en el siglo pasado, aseguró haber inventado una máquina que hacía llover y de la cual hoy, sepultada bajo la polvareda del olvido, el descrédito y la desidia, no queda vestigio alguno.

El ingeniero Juan Pedro Baigorri Velar, el inventor de la máquina “que hacía llover”, fue una figura que marcó agenda en los medios del Buenos Aires de la época cuando asumió un rol protagónico frente a los desafíos que enfrentó para demostrar la valía de su invención en aquellas tierras dominadas por la sequía más impiadosa.

Baigorri Velar, nacido en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, en 1891, estaba lejos de ser un improvisado y su trabajo para distintas empresas petroleras le valió una estadía en Italia para perfeccionarse en Geofísica en la Universidad de Turín donde, a fines de la década del ‘20, dio los primeros pasos hacia su invención.

En realidad, el aparato en cuestión tenía como finalidad detectar las características electromagnéticas de los suelos pero comprobó que como una consecuencia inevitable del uso de ese equipo, íntegramente diseñado y construido por el ingeniero, generaba condiciones ideales para la lluvia.

Fue en 1926, en Bolivia, mientras con su máquina evaluaba para una compañía estadounidense las condiciones del suelo para futuras perforaciones petroleras, que se dio cuenta que la congestión electromagnética del equipo favorecía las precipitaciones por lo cual profundizó en esa posibilidad que imaginó como un aporte extraordinario para combatir las sequías.

Después que el general Enrique Mosconi lo repatrió en 1929 de los Estados Unidos para sumarlo a la recientemente creada YPF, Baigorri Velar le dio mayor impulso y perfección a su prodigio al que nueve años más tarde presentó en sociedad generando reconocimiento y curiosidad pero también críticas despiadadas y burlas lacerantes.

Catalizador de lluvias

Sin embargo, nada amilanó a Baigorri Velar en la ambición de demostrar en la práctica que su invento era una realidad, por la cual recorrió aquellos puntos del país en los que la aridez y la ausencia de precipitaciones se asociaban como hacedores de parajes desérticos y de futuro acotado.

El equipo tenía la forma de un viejo televisor activado por una batería, dotado de dos antenas y con relojes de precisión para medir condiciones atmosféricas y cargas electromagnéticas. Con eso bastaba para que el equipo provocara precipitaciones en lugares donde hacía años no caía una gota de agua.

Pero por más éxitos que obtenía el catalizador de lluvias plasmado por Baigorri Velar, la sospecha sobre la real efectividad marcó una constante agravada incluso por pobladores de algunas zonas que ponían en duda los logros de la máquina y afirmaban que al fin y al cabo la lluvia que los había bendecido después de tanto, era obra de la naturaleza.

El debut del aparato fue a fines de 1939 y con victoria: en Estación Pinto, Santiago del Estero, y con el apoyo del entonces Ferrocarril Central, puso fin a casi dos años de sequía intensa y días más tarde, casi con la fiestas navideñas, logró que un aguacero cayera sobre la capital provincial por más de medio día.

Durante diez años el protagonista de esta historia recorrió el país tomando todos los desafíos posibles y obtuvo éxitos singulares en Caucete, San Juan, donde cortó una sequía de casi siete años; en el Dique San Roque, en Córdoba, que se estaba quedando vacío, y en la laguna de Caruhé, en Buenos Aires, a la que ayudó a recuperar caudal para satisfacción de miles de turistas.

Bajo el paraguas peronista

A pesar de los méritos acumulados, los detractores ametrallaban a Baigorri Velar y ponían en duda sus conquistas, algunos con marcada maliciosidad. No obstante, el gobierno de Juan Domingo Perón decidió darle respaldo a principios de 1950 aunque ese apoyo no duró mucho: la negativa del ingeniero a revelar los secretos de su invención enfriaron la relación con la administración peronista.

Lo paradójico es que nadie supo jamás en esencia cómo podía aplicarse el proceso que provocaba la lluvia, ni siquiera conocer cuáles eran las características de la construcción de la máquina, revelaciones que Baigorri Velar se llevó a la tumba con un agravante: con su muerte también se perdió todo contacto con el aparato generador de lluvias.

La versión más dolorosa, como se verá, de la suerte corrida por la máquina es que el equipo fue a dar primero con un taller cercano a la casa en la que vivía el ingeniero y que allí, tras ser desguazado en el intento de determinar para qué servía, terminó convertido en chatarra después vendida a un precio vil.

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Otras suposiciones destacan que el aparato tuvo el final de todo trasto viejo en la que fue la casa en que habitaban el ingeniero, su mujer y su hijo, en Araujo Ramón L. Falcón, en la porteña Villa Luro, lugar que en 1939 decenas de vecinos fueron a pedirle a Baigorri Velar que apagara su máquina, la vez que había prometido que iba a hacer llover en la ciudad. La inquietud vecinal era porque esa noche se celebraba el Año Nuevo y creer o reventar, el cielo se había encapotado.

Finalmente llovió, pero el segundo día de 1940, por lo que como expresión sublime del exitismo porteño, esta vez el número de vecinos autoconvocados frente a la casa de Baigorri Velar fue superior, pero ahí para agradecerle con cánticos y aplausos que la tormenta se hubiera retrasado lo suficiente como para no complicar los festejos.

Nublado con probables precipitaciones

A raíz del invento, la vida pública del ingeniero transitó siempre entre la trivia impuesta por la condición de genio, la de impostor y la de personaje a todas luces curioso que hizo de su máquina generadora de lluvias una auténtica obsesión. Tal es así que recorrió en tranvía la ciudad en pos de encontrar con un altímetro en mano la zona más elevada de la geografía porteña para que sus equipos tuvieran las mejores condiciones ambientales.

Los años sesenta vieron opacar el perfil mediático del “lluviólogo”, por utilizar un neologismo de dudoso gusto, que ya de anciano iba a desarrollar una enfermedad pulmonar que puso fin a sus días un 24 de marzo de 1972, cuando ya había visto consumir más de 81 almanaques.

Como un cierre romántico para la vida de un hombre que dio todo por su invención, Baigorri Velar pidió como última voluntad que el día que sus restos fueran sepultados alguna mano amiga accionara por última vez la tecla de encendido de su máquina. Y obviamente, su deseo fue cumplido.

Quizás como efecto del destino o a modo de homenaje postrero de un impensado costado humanizado del aparato en simbiosis con su creador, el viaje de quien en vida había sido el hombre que hacía llover fue, paradójicamente, bajo una intensa precipitación que se descargó sobre el cementerio de la Chacarita.

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