Una publicación de un par de periodistas y una filtración del FBI provocó la única salida anticipada de un presidente estadounidense. La secuencia comenzó en junio de 1972, aunque el mandatario cayó un año después tras ser reelecto
  • Mark Felt, el segundo del FBI, fue quien filtró la información a los peridistas WoodWard y Bernstein.

El término “Gate” acompaña a todo escándalo político de relevancia, a cada acontecimiento de gravedad en el plano económico o social, e incluso se esparce por un gran caudal de polémicas vinculadas con el deporte o el espectáculo. Siempre, en cada rincón del globo, un hecho que es seguido por esas cuatro letras lleva detrás una historia llena de intrigas. Pues bien, el latiguillo, utilizado infinidad de veces por el periodismo, se debe a lo que ocurrió hace 45 años en el edificio Watergate, sede central del Partido Demócrata, abriendo una trama que inició como un supuesto robo y que derivó, dos años después, en la dimisión de Richard Nixon como presidente de Estados Unidos.

¿Qué sucedió en ese momento y cuál fue el cimbronazo que provocó?

En principio, rompió el molde del sistema político del país norteamericano y concretó lo que es, hasta el momento, la única salida anticipada de un jefe de la Casa Blanca. Y, en paralelo, el largo proceso de averiguaciones llevó al estrellato a los medios de comunicación que, tras el escándalo, vieron cómo un considerable número de jóvenes se acercaba, ilusionado, al llamado “cuarto poder”.

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Las figuras estelares, en ese sentido, fueron Bob Woodward y Carl Bernstein, dos periodistas del Washington Post que, de la mano de su fuente confidencial, resaltada como Garganta Profunda y que a la postre, 30 años después, se verificara como William Mark Felt –subdirector del FBI en la década del 70’-, encontraron que un simple hurto contaba con ramificaciones políticas vitales para el andamiaje del gobierno de Nixon.

Carl Bernstein y Bob Woodward, los periodistas que sacaron a la luz el caso

Los ribetes arrancaron el 17 de junio de 1972, en Washington, con el allanamiento del hotel Watergate y la detención, de madrugada, de un grupo de hombres que hojeaban diferentes archivos y pretendían colocar instrumentos para realizar escuchas en el Comité Nacional del Partido Demócrata, todo a escasos meses de los sufragios que iban a enfrentar al por entonces mandatario, que buscaba su reelección, y su contrincante George McGovern.

Entre los cinco intrusos estaba un tal James McCord. ¿Quién? Un ex agente de la CIA y funcionario de seguridad del Comité para la Reelección. Por esa razón, si bien en un principio se intentó despegar al presidente del problema, se fue desandando el camino que involucró a las altas esferas del poder. Sin embargo, hubo que esperar hasta 1973, cuando se inició el juicio hacia los protagonistas principales del robo en cuestión. Ya para entonces, un Nixon indemne selló en noviembre del año anterior una victoria contundente sobre su rival.

Pero el aroma a conspiración se respiraba en el aire y desde el Congreso, en febrero, se propició la confección del Comité Investigador del Senado, a lo que el presidente respondió con el pedido de nulidad gracias a la doctrina de privilegio del Ejecutivo. Aún así, la presión pública fue completa y no hubo otra opción que dejar que los funcionarios hablasen ante los congresistas. Eso llevó a la renuncia de varios hombres de confianza.

Para colmo, en las declaraciones algunos políticos no sólo asociaron el escándalo con Nixon sino que señalaron que existían cintas grabadas con las conversaciones entre los máximos responsables del país haciendo referencia a Watergate. La idea allí era clara: usar la fuerza de la CIA para dar por tierra con el FBI y que no se investigara nada.

Mark Felt -derecha-, bautizado Garganta Profunda, fue quien filtró la información desde el FBI.

El drama se magnificó en la televisión y Nixon buscó la manera de evitar exponer esas grabaciones. A tal instancia que estuvo varios meses en un tire y afloje judicial. En septiembre de 1973 no hubo más escapatoria y entregó, de forma voluntaria, las cintas a Archibald Cox, el fiscal especial del caso que iba a decidir qué dar y qué no al Jurado. El inconveniente es que luego el material se corroboró editado al por mayor y con unos faltantes de extrema importancia. ¿No había escapatoria? Sí. Nixon tomó envión y destituyó a Cox y anuló a la oficina que lo investigaba.

Más allá de esa muestra de fortaleza, la debilidad estaba evidenciada. Y, con la opinión pública en contra, los medios de comunicación exponiéndolo cada vez con mayor notoriedad y un Congreso envalentonado, el juicio político al presidente tenía el camino allanado. Se observaba el “impeachment” en el horizonte. ¿Los argumentos? La concreción de un “plan para retrasar, impedir y obstruir la investigación” del Watergate.

Así fue como Nixon reconoció el 4 de agosto su actuación en el encubrimiento. Y cuatro días después, sin apoyo político, decidió renunciar, dejando en el cargo a Gerald Ford, su vice. Un mes después, recibió el perdón de la Casa Blanca, más allá del destino de cárcel de los cinco ladrones y varios de sus funcionarios.

Por lo pronto, el hecho marcó una época, reflejado hasta por Forrest Gump. Fue un parte aguas que elevó las credenciales de la prensa, minó al sistema político estadounidense y abrió la puerta a futuros “Gate” por resaltar, que siempre van a ver al Watergate como un referente indiscutido de escándalo político.

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