En el momento de menor popularidad desde su asunción, tras haber perdido ayer en Virginia sus primeras elecciones como presidente, Donald Trump se sostiene sólo por el peso de su envestidura y la fuerza del Partido Republicano. Y para colmo de males, luego de una campaña en la que denunció las maniobras turbias de Washington, a las elites parlamentarias y a los cabilderos, y ganó usando a cada uno de ellos más que ningún otro, la detención de su ex jefe de campaña Paul Manafort ya no pone en duda la capacidad del millonario neoyorquino, sino su palabra, algo que es su único capital para el sector que aún lo respalda.
“Virginia rechaza tus políticas de odio, Trump”, fue la frase más resonante ayer. El gobernador electo de Virginia, Ralph Northam, dedicó un capítulo especial de su discurso al mandatario. Se suma a una escalada cada vez más aguda de acusaciones y rechazos que van desde las clases populares que creyeron en su discurso hasta aquellos que lo votaron en rechazo a lo que Hillary Clinton representaba. Hoy, lo que sostenía todo aquello ha muerto y sólo queda lugar para el odio. No el de aquellos que lo enfrentan, sino el de aquellos que lo sostienen.
Queda apenas lugar para los epítetos en Twitter, las conferencias cortas y algún que otro acto. A esta altura es una imagen desdibujada de lo que fue. Si las medidas que prometió y no pudo tomar fueron el puntapié de cualquier desencanto, el entramado detrás de la detención de su ex jefe de campaña no hace más que empujar al abismo a los pocos simpatizantes que lo defienden sin apelar a los fundamentalismos.
Manafort, que el 31 de octubre se declaró inocente ante la corte de Washington, permanecerá monitoreado por GPS y se le impidió todo tipo de salidas del país. El fiscal que investiga la posible intromisión de Rusia en las elecciones de enero, Robert Müller, tiene probados viajes de Manafort a los principales paraísos fiscales del mundo donde abrió cuentas para movilizar los fondos que presuntamente provenían del ex presidente de Ucrania Víktor Yanukóvich, considerado un hombre clave en el Kremlin. Esa es la línea de la investigación que vincula directamente a Trump con la inteligencia soviética.
Sin embargo, la administración de Trump se mueve con una inercia particular: niega u omite, y sigue. No se abre camino, pero sigue. Tal vez por la forma en la que se dio la campaña, o quizás fue el constante enfrentamiento con los principales medios de comunicación, pero esta investigación que para cualquier otro presidente hubiera significado su propio Watergate, a Trump pareciera apenas rozarlo.
¿Y qué es lo que hace que prácticamente no acuse recibo y se mueva con tanta impunidad? Lo mismo que lo sentó en el Salón Oval: una posición blindada para las críticas, una respuesta desmesurada y conspiranoica para todo y un discurso que apela al sector nacionalista de derecha que durante los últimos años se sintió desplazado de la atención de Washington. Y detrás de esta estrategia no está otro que Roger Stone, el monje negro de la política norteamericana.
Stone es un controversial personaje que estuvo involucrado en los movimientos del partido republicano desde los tiempos de la primera presidencia de Richard Nixon – Watergate incluido-, y que fue señalado como el artífice de la campaña sucia plagada de fakenews, datos incomprobables, rumores y, claro, la intervención de Rusia. Stone y Manafort fueron los fundadores de la firma que, por los años 70, hizo oficial la participación de los cabilderos y especuladores. Esos que Trump defenestró en la campaña. Esos que lo sentaron en la Casa Blanca. Esos que ahora están siendo juzgados por abrirle las puertas de atrás a los hackers de la inteligencia rusa.