Hace unos días me ofrecieron escribir una nota también sobre mi padre. Les aseguro que no me resultó fácil aceptar. Es que me comprenden las generales de la ley. Pero en aquel, como en este caso, ante las amables insistencias, no pude negarme.
Decía en la nota anterior que lo primero que podría decir de mi padre, es algo que estoy seguro de que a él lo gratificaría: que fue una buena persona.
No es algo tan sencillo. No alcanza con ser un hombre legal, hay que ser, además, un hombre moral. La ley es menos exigente que la moral. Y es en ese sentido profundo y exigente que digo que Raúl Alfonsín fue una buena persona.
Decía un filósofo español que cualquier ciudadano tiene la obligación de procurar ser ejemplar, pero que esta obligación es mayor en el caso de quienes hacen política. Y es obvio.
Es que a los políticos, decía el pensador, la sociedad les encarga cuestiones muy importantes, y lo mínimo que puede exigirles a cambio, es que sus conductas sean ejemplares. Es decir, que sean de esas que vale la pena emular.
Podemos decir de la ejemplaridad lo mismo que decíamos respecto de las buenas personas: no alcanza para ser ejemplar con cumplir con la ley. Para ser ejemplar hay que hacer más de lo que ella manda. Hay cosas que la ley no nos exige, pero la ejemplaridad sí. Veamos algunas.
Los recursos del Estado no son infinitos, las demandas sí. La ejemplaridad pues, obliga a asignarlos con criterios morales. La corrupción mata, decimos, y es cierto, pero la incorrecta (o inmoral) asignación de los recursos también. La ejemplaridad obliga al político a actuar con humildad. Debe sentirse siempre un servidor. Su contracara, la soberbia, impide el diálogo, la confrontación de argumentos y anula un recurso valioso para acercarnos a la decisión correcta. Las consecuencias las paga la sociedad.
No resulta ejemplar tampoco, andar atribuyendo intenciones perversas o ridículas al que piensa diferente. Ni ser demagogo, ni poner por encima de los intereses generales, los personales o los partidarios. Ni incurrir en actitudes intelectualmente deshonestas, ni contaminar la defensa de las ideas con sentimientos de rencor o revancha. No es ejemplar el electoralismo, ni andar cambiando de ideas según soplen los vientos.
En fin amigos, como verán a estas cosas no las exige la ley, pero sí la ejemplaridad. Tal vez no quede muy bien, pero les aseguro que Raúl Alfonsín procuró siempre en su vida privada actuar como una buena persona, y en la pública, con ejemplaridad. Por supuesto, con esto no alcanza, la política es algo muy complejo, y no es fácil realizar los ideales más valiosos. Pero esta es otra historia.
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