Reivindica valores subestimados por el ambiente del fútbol, Pablo Aimar. Esto también lo distingue, más allá de sus aptitudes específicas como entrenador. En este caso de la selección Sub 17 que participa del sudamericano en Lima, clasificatorio para el Mundial de la categoría a disputarse en Brasil desde el 2 hasta el 24 de noviembre de 2019.
“Si uno es amable es muy probable que la respuesta termine siendo amable”, dijo hace unos días en rueda de prensa. La amabilidad a la que se refiere Aimar no es la ingenuidad expresada a la hora de jugar un partido. Tampoco es la liviandad temperamental para confrontar futbolísticamente con un adversario. Habla Aimar de un escenario despojado de esos lugares comunes que sentencian que ser amable es ser tibio. Nada más lejano. Nada más sinuoso y falso.
“Un futbolista actúa como jugador dos horas por día durante un partido. Antes y después son personas comunes mientras la vida pasa”. Propone el ex número diez de River, Valencia, Zaragoza y Benfica, cambiar el paradigma y el perfil del jugador que solo debe mirar su burbuja para crecer, dejando de lado todo lo que ocurre a su alrededor.
A propósito de esta observación, ya hace unos años ese monstruo del arco que fue el Pato Fillol, nos explicó: “Mientras fui jugador yo vivía en una burbuja. Lo mío únicamente pasaba por el fútbol. Después cuando me retiré me dí cuenta que el entorno que tiene un jugador le resuelve todos los problemas extrafutbolísticos que puedan aparecer. Por eso cuando te despedís del fútbol te encontrás con situaciones sencillas que para cualquier persona son normales pero para un jugador son muy complejas porque nunca las hizo. Hasta realizar un simple trámite en un banco, en una inmobiliaria o en un aeropuerto. De la noche a la mañana estás obligado a aprender. Y no es fácil. Yo lo viví”.
Fillol revisó conductas. Aimar las revisa quizás en otro plano, pero la dimensión del enfoque plantea la necesidad de trascender los relieves del propio ombligo. De ver que en la aldea del fútbol no se agota todo, aunque la vocación sea arrasadora.
Deja señales Aimar (más allá de las interesantes producciones del Sub/17, participando del hexagonal final) que no son frecuentes. Y a pesar de la insólita expulsión que sufrió en el 0-0 ante Perú, transmite calma, pausa y reflexión e invita a pensar en un medio que subestima el pensamiento porque lo considera abstracto. Muy distante está Aimar del biotipo del técnico ampuloso y gesticulador al estilo del Cholo Simeone, Eduardo Coudet y Sebastian Beccacece, siempre muy dinámicos, hiperactivos y encendidos al borde de la cancha.
No cultiva Aimar esas exageraciones y grandilocuencias tan extendidas y en muchos casos tan bien recibidas por las audiencias. Su personalidad, sin estridencias, circula por otras avenidas menos contaminadas por el ruido y la alta exposición. Y aporta el mensaje de que para ser un buen entrenador no es imprescindible caminar por las paredes agarrándose la cabeza y gritando como un desaforado.
Esto no significa que Aimar sea un fenómeno como técnico. Pero tiene algo en claro: haciendo un stand up al costado del campo los jugadores que dirige no van a jugar mejor. Es más: es probable es que se confundan. O que les transfiera más ansiedades y apuros de los que ya tienen.
Parece ser un formador inteligente, Aimar. Sabe ponerle un contexto adecuado a la participación de los pibes en una competencia internacional. Y se advierte, porque lo revela el equipo, una fidelidad al manejo y la circulación de la pelota. Así juega su selección. Elaborando juego y también siendo directo. Creando sociedades. Tocando cuando las circunstancias indican que hay que tocar y siendo expeditivo cuando hay dificultades.
Esta aparición y confirmación de Aimar (su colaborador es Diego Placente) es una formidable noticia para el fútbol argentino. No vende recetas ganadoras. No promete transformaciones extraordinarias. Su apuesta es casi minimalista: jugar bien para ganar bien. Y genera esos contenidos con una serenidad y un aplomo que vale la pena rescatar. Y lo rescatamos.
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