Al mejor jugador del mundo, a lo largo de su carrera en el combinado nacional, lo resistieron, lo exigieron de más, lo compararon con Diego Maradona. Hinchas, técnicos, periodistas: todos cocinaron un caldo que se terminó de cocinar con la renuncia.
Se podría decir, con el pasado ya bien lejano, que todo empezó con una premonición: el día que Lionel Messi debutó con la Selección Argentina, en un amistoso contra Hungría en 2005, duró dos minutos en la cancha porque lo expulsaron. Entró como suplente con la energía de un niño corriendo en un parque y salió con la cabeza gacha después de algunos segundos, como si hubiese roto el jarrón de la abuela. Desde entonces, empezaría una relación traumática: Messi se transformaría en el mejor canal donde volcar las frustraciones de los argentinos.

Joven, con pelo largo y pura timidez para hablar con los medios de comunicación, estuvo en el Mundial de Alemania 2006. Ya desde entonces, por la velocidad de sus gambetas y la electricidad de su pie izquierdo —el mismo que el de Diego Maradona—, lo comparaban con Maradona. Ese Mundial —como el siguiente, y el que le siguió al siguiente— terminó mal: la Pulga vio la definición contra Alemania desde el banco de suplentes porque Néstor Pekerman no lo puso. La imagen del delantero sentado solo, con la mirada perdida en el suelo, con las medias bajas, quedó grabada en la cabeza de todos los argentinos.

      Messi Argentina

Recién entonces después de esa frustración, con Alfio Basile en la dirección técnica, Messi empezó a abrirse espacio en Argentina. Se acomodó entre Carlos Tevez, Juan Sebastián Verón, Juan Román Riquelme; juntos, armaron un cuarteto fantástico en la Copa América 2007. La historia terminó mal: Brasil ganó la final por 3-0.

Y empezó el desbarranco.


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Algunas frases bobas empezaron a repetirse en bocas todavía más bobas: "No juega como en el Barcelona", "es un pecho frío", "no siente la camiseta", "no canta el himno". Combinadas, armaban una especie de poema anti-Messi. Los años siguientes, en el camino hacia Sudáfrica 2010, no fueron los más brillantes. En aquellos días, los detractores se alimentaron y crecieron.

Se multiplicaron en Sudáfrica, en el Mundial: Messi se volvió en cuartos de final, con cuatro goles en la eliminación ante Alemania y sin haber convertido goles. Los palos, los arqueros, la mala suerte: mezcladas, transformaron la Copa del Mundo en una pesadilla que se terminó con las lágrimas del rosarino en el hombro de Maradona.


      Diego Maradona y Lionel Messi

La revancha al año siguiente, en la Copa América del 2011, terminó en una nueva decepción. En Argentina, la gente no apoyó. En ciertas canchas, cuando Messi perdía alguna pelota en el afán de comenzar alguna apilada, se escuchaba algún murmullo en las plateas. Es que siempre pasó lo mismo: el desesperado hincha argentino aguardaba que Messi y sus genialidades hicieran todo lo que ellos no pudieron hacer; que él se ocupara de ganar todo sólo. Argentina, en ese certamen, quedó eliminada con Uruguay en cuartos de final. Y por penales.

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La primavera floreció en las Eliminatorias a Brasil 2014. El nivel del Barcelona se repetía con la camiseta argentina. Messi, cada vez que venía a jugar para la Selección, estaba afinado. Alejandro Sabella construyó un equipo para él, para que él sea el mismo que se veía por televisión. El camino al Mundial fue un desfile. Messi brilló. Se transformó en el dueño del juego. Pero no llegó bien a la Copa del Mundo. Vómitos, una temporada extraña con Gerardo Martino en Barcelona, falto de forma. De todos modos, con más ímpetu que fútbol, arribó a la final. Alemania y Mario Götze rompieron el sueño de Messi que, cuando caminaba a recibir el reconocimiento como mejor jugador del torneo, susurraba: "El mejor jugador, pero nunca el campeón". Como antes, como siempre, los detractores dejaron las cuevas y salieron a bailar bajo la tormenta: "Nunca aparece en las finales".

      Messi foto mundial World Press

La temperatura del caldo subió con la final perdida en la Copa América 2015 en Chile. Messi no tuvo su mejor torneo, pero cumplió en la final: si Gonzalo Higuaín hubiese calzado un número más de botines, si hubiese alcanzado a acariciar el pase cruzado de Ezequiel Lavezzi, Argentina tendría un trofeo más. Y Messi, probablemente, no habría renunciado al seleccionado.


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Todo se terminó cuando el penal que pateó el rosarino en Nueva York, en la revancha contra Chile, se puso alas y salió volando por encima del travesaño. La Selección pasó a tener lápida cuando Lucas Biglia también falló su disparo. Las lágrimas al final del partido dijeron más de lo que dijo el propio Messi en la zona mixta, en diálogo con los periodistas. Él quería ganar algo más que nadie. Pero no pudo. No lo dejaron. Y ahora se rindió: "Va a ser lo mejor para todos: es lo que muchos quisieron", dijo cuando comunicó su renuncia. Y ahí se va, en silencio, con barba, ojos rojos, y un sueño sin cumplir: un festejo con la Selección argentina. Se va y ahora todo es de noche: los murciélagos, ahora, salen más libres que nunca.

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