En el sube y baja permanente en que el fútbol argentino elogia y rechaza a sus protagonistas, el entrenador de River, Marcelo Gallardo, es un protagonista de esa dinámica. Hace unos meses, fruto de las victorias, era Gardel. Hoy el ambiente, como consecuencia de las caídas, lo ve como un Muñeco desangelado.

En el fútbol argentino todo es extraordinario o desastroso. No hay zonas intermedias. No hay caminos alternativos. No hay grises. No hay matices, en definitiva. Entonces un jugador o un técnico puede ser maravilloso o pésimo.

¿De dónde surgen estas simplificaciones o reduccionismos intelectuales tan frecuentes y tan nocivos? En muchísimos casos del apuro que se lleva puesto todo lo que encuentra. Y también de la ignorancia para interpretar los hechos.

   Entre el apuro ingobernable y la ignorancia reivindicada, un jugador pasa a convertirse para el ambiente del fútbol argentino en un crack de la noche a la mañana. Y en un caso perdido de la noche a la mañana. Con los entrenadores ocurre exactamente lo mismo. Un día se los glorifica. Al otro día se los arroja por la ventana como inservibles que usurpan un lugar.

   Marcelo Gallardo puede ser un caso testigo, como tantos otros. A partir de que River conquistara la Copa Sudamericana en 2014 y la Copa Libertadores en 2015, la valoración a sus cualidades como conductor de un equipo fueron desproporcionadas. No faltaron por supuesto aquellos oportunistas que ya lo querían ver dirigiendo a la Selección nacional, reemplazando a Gerardo Martino.

   Gallardo era para amplios sectores de la prensa argentina algo así como la encarnación de la excelencia en todos los planos. Si el Muñeco Gallardo se la creyó o no, es otra historia. Lo real es que a favor de los éxitos obtenidos (también se computan la Recopa Sudamericana 2015 y la Suruga Bank) bajo su gestión, le llovieron elogios quizás difíciles de procesar.

Alcanzaría con refrescar aquellas palabras de Marcelo Bielsa respecto a los daños colaterales que acompañan al triunfo: "El éxito es deformante, relaja, engaña, nos vuelve peor, nos ayuda a enamorarnos excesivamente de nosotros mismos. El fracaso es todo lo contrario: es formativo, nos vuelve sólidos, nos acerca a las convicciones, nos vuelve coherentes".

   La interesante reflexión de Bielsa no apunta a realizarnos a partir de una suma de fracasos que nunca se detienen. Pero no idealiza ni sublima las victorias. No se la cree. Y no se deja embriagar por ese perfume que muy rápidamente se desvanece en el aire. A Gallardo no parecieron afectarlo los vapores del triunfalismo cuando River sumaba consagraciones desde que asumió hace un año y medio como técnico del plantel. Pero nunca se sabe. El único que realmente lo sabe es él.

   De lo que no quedan dudas es que las acciones posteriores de Gallardo fueron disminuyendo en la misma medida en que River fue enhebrando derrotas en los últimos meses. La última en el gran escenario internacional, fue el 0-3 piadoso frente al Barcelona por la final del Mundial de Clubes. Ese gran conductor y estratega como lo había calificado la prensa, siempre tan proclive a franelear a los ganadores, había flaqueado en la cumbre futbolística ante el poderío sin equivalencias del Barça.

   Y esa misma opinión que lo consideraba un técnico brillante comenzó a cuestionarle todos sus saberes y procedimientos. Ya no era un Muñeco encantador para el show mediático. Era un Muñeco desangelado que había promovido el suicidio táctico de River en Tokio, cuando en el segundo tiempo el Barcelona, con espacios y facilidades para tocar, descargar y llegar a zona de definición, le pintó la cara.

   ¿Qué le había pasado a Gallardo? Nada. Era el mismo de antes. Pero habían cambiado los resultados, los rendimientos y algunos jugadores. Y cuando cambian los resultados, suelen cambiar todos los enfoques y las interpretaciones de los oportunistas y genuflexos infaltables que corren detrás de los nuevos ganadores. Que en este caso es el de siempre: el Barcelona.

   No era Gallardo ningún fenómeno como se lo proclamó con ligereza. No era un iluminado que elegía jugadores y estrategias como los dioses. No era un tipo que se las sabía todas, como parecían denunciarlo las observaciones siempre insustanciales que lo perseguían alegremente en la victoria. Y hoy no es un proyecto al borde del abismo. No es un perejil sin rumbo. No es un versero que no sabe que bondi tiene que tomar, como sentencian en privado algunas voces que antes lo elogiaban como si el Muñeco hubiera sido un elegido.

   No habría que olvidarse que el ambiente del fútbol argentino, en su momento, tiró debajo de un tren a Maradona con la complacencia de muchos sectores de la sociedad que lo habían endiosado. Esas circunstancias por las que atravesó Diego pueden ser un buen ejemplo para cualquiera. Marcelo Gallardo incluido. Aunque lo de Gallardo sea un pequeño puntito en el espacio.

  Al que antes decían que era Gardel. Y hoy dicen que se quedó sin voz.


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