Lorena Bascha Ramos estaba entrando en la semana 37 y venía transitando un embarazo perfecto: sin reposo, sin pérdidas, sin ninguna complicación. Antes de programar la cesárea, tenía que hacerse un electro de rutina y el cardiólogo le confirmó que el corazón de "la china", como Lorena y su marido habían empezado a llamarle, estaba "perfecto".
De ahí la mandaron a la guardia a hacer un monitoreo "por las dudas". Y, a partir de allí, todo fue un mar de silencios, maltratos y dudas.
La llevaron a un quirófano, aún sin estar en fecha, y allí la prepararon para hacerle una cesárea de urgencia. Una cesárea que duró dos horas. Como no podían sacar a la beba, una enfermera de unos 100 kilos se le subió arriba de la panza y recién ahí "la china" salió.
A Lorena le extrañó que no le mostraran a su hija. "Me cosieron y me dejaron, sola, en una camilla, en un pasillo. Mirá el tiempo que habré pasado ahí que escuché dos partos más", cuenta Lorena.
Cuando finalmente la pasaron al cuarto, su marido, con mala cara, le informó que Emilia estaba "agitadita" y que la tenían en una "carpita de oxígeno". Pero nadie les dijo por qué necesitaba oxígeno. Les decían que era "normal".
Así estuvo Lorena en su habitación y sin ver a su hija, cuatro horas más, hasta que no aguantó y le pidió a su marido que la acompañara a Neonatología, para poder verla. "Cuando entré, vi a una gorda hermosa, de 3 kilos y medio, con ojos verdes, llena de caños... sólo tenía libre su piecito izquierdo", detalla. Lorena quiso tomarla de la mano, porque todavía no había tocado a su propia hija, pero enseguida le dijeron, de muy mala manera, que no sea inconsciente y que se vaya de ahí. "Yo lo único que quería era tocarla", recuerda.
Así fueron los 4 días de agonía de Emilia (y de sus papás), en los que lo único que los médicos les decían era que cada vez empeoraba más.
"No me voy a
olvidar nunca de esta imagen: había una madre con su bebé de apenas 500 gramos,
al que le estaba dando la teta. Y yo pensaba: mi hija pesa más de 3 kilos ¿y yo
no puedo tocarla?", detalla.
Lorena pasó esos días rodeada de mamás felices, de llantos de bebés fuertes y de parientes ajenos sonrientes, que festejaban los nacimientos de todos los días. Hasta que le dieron de alta y pudo irse de ese lugar de tortura emocional y física.
Ni siquiera le sacaron los puntos en la clínica (de Capital Federal, cuyo nombre no puede difundirse por secreto de sumario). "Busqué videos en You Tube para ver cómo se hacía, mordí la almohada y me los fui sacando yo sola". Tampoco le explicaron cómo sacarse la leche de esos pechos preparados para dar de mamar.
"Yo sí conocí el infierno"
Los siguientes cuatro días los pasaron en alternancia, yendo a visitar dos veces por día a Emilia a la clínica y después a San Expedito, para pedirle por la salud de "la chinita".
Hasta que un viernes a la 1.30 de la madrugada los llamaron de la clínica para que vayan urgente. No les daban las manos para vestirse ni para llamar a un taxi, que, por supuesto, no pudieron conseguir. Los terminó llevando una amiga en su auto, a medio vestir.
Cuando llegaron, los atendió un médico de guardia, apenas despierto, despeinado y desprolijo que, apoyado sobre el marco de una puerta, les dijo "Señores, ustedes tardaron mucho. La nena ya se murió".
Lorena no recuerda qué pasó exactamente después de esa frase cruda, violenta, incomprensible. Sólo sabe que se cayó de rodillas y no pudo parar de llorar.
A Lorena le dejaron ver a su chinita, que todavía estaba tibia, pero no le permitieron que se la lleve. Tuvo que hacerle los documentos y el certificado de defunción antes.
Cuando finalmente fue a buscarla con el auto de la cochería, les dijeron que por la puerta principal no podían sacarla porque "por acá salen bebés vivos". Tuvieron que ir a buscar el cuerpito de Emilia al depósito de residuos patógenos, bajando por una escalera angosta y mugrienta, y se la entregaron en una bolsa de residuos. "Yo sí conocí el infierno", afirma Lorena, al recordar ese lugar.
La vida sin Emilia
De tan perfecto que fue el embarazo, Lorena puede asegurar que su chinita fue "una compañera perfecta" esos casi nueve meses en su panza.
"Yo sólo quiero paz para mi familia... y que ella (Emilia) también pueda estar en paz". Esa paz llegará, afirma, cuando los responsables paguen y se haga justicia. Algo que está tardando en llegar, porque los médicos todavía no se presentaron a las audiencias. Entre una y otra, hubo tres intentos de suicidio de Lorena, y su marido tuvo un ACV y dos cíncopes.
Muchos intentan darles ánimo y les dicen que, a los 38 años, aún es joven y puede volver a intentar tener un hijo. Pero no saben que en esa cesárea, los médicos también le cortaron las trompas de Falopio.
La cadena de atrocidades que vivió esta familia se dio en el medio de una humilde y precaria situación económica y social, que no les permitió ni siquiera comprar un cajoncito para enterrar a Emilia. "Buscamos la cajita más linda y la pusimos ahí", recuerda.
Para Lorena,
cada audiencia que concurre con su abogada, la doctora Constanza Nadrichny, es un revivir constante de la tragedia, porque tiene que
contarla una y otra vez. Y ya no puede más. A pesar de la indescriptible fuerza
que demuestra, se la escucha deshecha, vacía, sin lágrimas. Sólo puede esperar.
Y recordar sus nueve meses de felicidad en los que tuvo a su chinita con ella y
con nadie más.
comentar