
Romina Atencio es coach y mentora de mujeres y parejas. Para cualquier consulta, comunicarse al correo electrónico [email protected]. Instagram: @diosalmica. YouTube: @rominaatenciocoaching.
Las fiestas de fin de año no siempre son como las imaginamos. Aunque se las asocia con alegría, unión y celebración, para muchas personas la Navidad viene acompañada de estrés, cansancio y conflictos familiares. No es raro que, en lugar de calma, aparezcan discusiones, tensiones o silencios incómodos alrededor de la mesa.
Esto no significa que algo esté mal con nosotros o con nuestras familias. Significa que llegamos a esta época del año con una mochila cargada: responsabilidades, preocupaciones económicas, cansancio emocional y muchas expectativas. Y cuando todo eso se junta, cualquier detalle puede detonar un conflicto.
La Navidad no crea los problemas. Los muestra.
Diciembre suele ser un mes intenso. Cierres laborales, compromisos sociales, compras, balances personales. Todo se acelera justo cuando el cuerpo y la mente piden una pausa. Queremos cumplir con todo y con todos, incluso cuando ya no tenemos energía.
En ese contexto, cualquier comentario fuera de lugar, una mirada o una vieja discusión sin resolver pueden generar una reacción desmedida. No porque el problema sea grande, sino porque estamos agotados.
Muchas veces discutimos no por lo que se dice en ese momento, sino por todo lo que venimos guardando.
Uno de los grandes problemas de las fiestas es la presión. La idea de que la Navidad “tiene” que ser linda, armoniosa, feliz. Que nadie se enoje. Que todos estén contentos. Que la mesa esté completa y el clima sea perfecto.
Pero la vida real no funciona así.
Las familias no son perfectas. Las relaciones tienen historias, heridas, diferencias. Pretender que todo eso desaparezca por una noche es una expectativa que suele terminar en frustración.
Cuando las cosas no salen como esperamos, aparece el enojo. Y muchas veces descargamos esa bronca con quienes tenemos más cerca.
Más que personas, la Navidad reúne vínculos.
La mesa de Navidad reúne más que personas: reúne vínculos. Cada uno llega con su forma de ser, su carácter, su historia, sus problemas. Y eso incluye también a quienes pensamos distinto, a quienes nos cuesta entender o con quienes tenemos cuentas pendientes.
En lugar de esperar que los demás cambien, tal vez podamos preguntarnos desde dónde estamos reaccionando nosotros. Si estamos buscando tener razón o estar en paz. Si estamos dispuestos a escuchar o solo a responder.
No todo tiene que resolverse en una noche. Y no toda conversación es necesaria en ese momento.
Una clave para vivir mejor las fiestas es elegir. Elegir qué discusiones valen la pena y cuáles no. Elegir cuándo hablar y cuándo callar. Elegir el vínculo por sobre el impulso de decir todo lo que pensamos.
Esto no significa aguantar situaciones que nos lastiman, sino entender que no todo es personal y que muchas veces el otro también está cansado, frustrado o desbordado.
A veces, el mayor gesto de madurez es no reaccionar.
Más allá de las creencias religiosas, la Navidad simboliza algo profundo: encuentro, renovación, comienzo. Una oportunidad para bajar un cambio y volver a lo esencial.
Y lo esencial no está en los regalos, ni en la comida, ni en que todo salga perfecto. Está en poder compartir un momento sin tanta exigencia. En mirar al otro con un poco más de comprensión. En estar presentes de verdad.
La energía de estas fechas invita a aflojar el control y a conectarnos desde un lugar más humano.
Muchas personas sienten que en Navidad “hay que estar bien”. Que no está permitido estar triste, cansado o sensible. Pero el disfrute real no nace de fingir, sino de aceptar lo que hay.
Aceptar que hay ausencias, duelos, conflictos y emociones mezcladas. Que no todos viven estas fechas de la misma manera. Que para algunos la Navidad es un momento difícil.
Cuando dejamos de obligarnos a sentir algo que no sentimos, aparece un alivio. Y desde ahí, un disfrute más genuino.
Romina Atencio
La calidad de una celebración no depende de cuánto se gasta o de cuántas personas se juntan, sino del clima que se genera. Y ese clima empieza adentro de cada uno.
Llegar con menos expectativas, con más disposición a escuchar y con un poco más de paciencia puede cambiar por completo la experiencia.
Estar presentes significa prestar atención a cómo hablamos, cómo miramos, cómo reaccionamos. Significa respirar antes de responder y recordar que no todo comentario merece una pelea.
La Navidad también marca un cierre. Y todo cierre invita a revisar. No para juzgarnos, sino para aprender. ¿Qué cosas puedo soltar? ¿Qué actitudes quiero cambiar? ¿Qué vínculos quiero cuidar más?
Tal vez este año el mejor regalo sea ese: menos discusiones, más encuentro. Menos exigencia, más conciencia.
Porque al final, no se trata de que todo sea perfecto, sino de que sea real. De compartir desde lo que somos, no desde lo que deberíamos ser. Y de recordar que el verdadero espíritu de la Navidad vive en los pequeños gestos: una palabra amable, un silencio a tiempo, una presencia sincera.
¡Feliz Navidad! Con amor, Romi.