La cuarta novela del marplatense Juan Carrá presenta las disputas por amor, territorio y poder en un asentamiento porteño. La review de POPULAR, en esta nota.

“Jorge no lo ve. No puede. Trata de unir el cuero desgarrado. Por instinto busca la radio. No la tiene. La dejó en la patrulla con la reglamentaria: la cosa era mano a mano. Puño a puño. Así se pelea por una mujer: sin fierros, sin facas ni puntas. Pero Lucio siempre se cagó en los códigos: escondida en la bota texana llevó la navaja que clavó apenas supo que perdía”, con esta escena casi cinematográfica, que parece retrotraerse a los duelos de las películas Western, comienza No permitas que mi sangre se derrame(ReservoirBooks, 2018), la cuarta novela del escritor y periodista Juan Carrá. Desde una prosa de tranco vertiginoso, el autor marplatense pone al lector dentro de un plano subjetivo y el viaje condensa una trama que desliza disputas por amor, territorio y poder entre los protagonistas Jorge y Lucio.

En el marco de la villa ficticia “Jerusalén” - su nombre nace tras un frustrado proyecto de parque temático religioso del Gobierno de la ciudad - ubicada cerca de una terminal de Ómnibus en Capital Federal, es donde comienza todo. La rivalidad primero se desata entre Poli (madre de Jorge) y Aurora (madre de Lucio y Miguel), por el negocio de los puestos de la feria al pie de la villa y más tarde, con sus hijos más grandes al frente, desemboca en el dominio de todo el territorio, la droga, una mujer (Luján) y cualquier expresión de negocio que allí se desarrolle. Lucio forma su banda a la cual se conoce como “Arcángeles” y Jorge lidera su grupo de secuaces como policía de la Federal. Ambos, en su rol de “capos”, bajo los códigos de la calle y la villa quieren hacer prevalecer su nombre y respeto.

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Carrá, en clave de policial contemporáneo y sin caer en un lenguaje forzado ni en ninguna pose esnob, escribe los bordes de un mundo en donde todo parece ausente. Más allá de que algunas escenas se tensen para exagerar la violencia y recrudecer el tono, sobrevuelan aires de realismo en esa marginalidad que lo cubre todo. Sin perder de vista la ficción, se deja en claro que no se trata de un trabajo sociológico ni tampoco se intenta emitir juicios de valores que condenen a nadie. No hay héroes. Más bien antihéroes lúmpenes que se sirven de la liturgia religiosa para hablar de traiciones y lazos sanguíneos, que dejan sangre derramada y olor a pólvora.

“¡Bienvenido al infierno, hermano!”

Al amparo de un Dios que no da respuestas, el ritmo de esta historia no cesa un segundo. Personajes secundarios que se presentan como pistoleros y cuchilleros, recogen la herencia de la gauchesca y la estética del “no future” que verbalizó el movimiento punk. “Hueso”, “El Gaucho”, “El Marino” y “Gabriel” son algunos de los nombres que suenan en el discurrir de esta novela, los cuales juran lealtad y protegen la reputación de sus jefes. Van por el todo o nada. De los pasillos de la Jerusalén a “la 66”. La cárcel del infierno. Allí terminan todos. Sigue la batalla y brota la corrupción que usa las vidas al límite para obtener beneficios.

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